Llega el fresco, que no el frío. Adiós, por el momento, a sandalias,
mangas cortas y pantalones de lo mismo, y bienvenidos calcetines, zapatos,
camisas y cazadoras. De todas formas esto durará poco y dentro de unos días
esta tierra volverá a ser lo que es: la casa de la primavera.
Mientras sale algo de sol Nora y yo aprovechamos para pasear. Es bueno pasear junto al mar. Serán su infinitud
y color lo que relaja y hace pensar, dándole a todo una perspectiva diferente.
El mar es bueno para la salud física y
mental, facilita el pensamiento, el sosiego del espíritu y nos deja pequeños,
como lo que somos, al lado de la inmensidad azul. A Nora y a mí nos gusta sentarnos en uno de los banquitos
de madera junto al mar, en los acantilados de las calas, y allí, recibiendo el
aire y el yodo, y dejando descansar la mirada en el horizonte, nos quedamos
quietos un buen rato.
Después de tres paseos y dos buenas comidas, Nora y yo nos recogemos
al acabar la tarde. Ella, cansada, se relaja en su cama mientras yo peleo con
el Encore intentando escribir en un pentagrama la música de “Sin Ti”. La oigo
roncar. Me da pena que se duerma allí, porque luego la tengo que despertar y
subir al dormitorio donde dormimos juntos. Su camita junto a la mía. Ella y su
artrosis. Mecachis.
Pasadas las horas, a todo roncar, se despierta una vez a beber agua y
aprovecho para recoger su cama y subirla. Ella ya sabe, y después de
mentalizarse del esfuerzo que debe hacer sube los peldaños con decisión de
sufrido montañero para que el sacrificio acabe cuanto antes. Al fin la paz de
la cama, la oscuridad y silencio del dormitorio que invita a descansar.
Como sé que se levanta si yo no estoy, decido acostarme también. Ella
me oye respirar y moverme y eso la tranquiliza y la lleva al sueño profundo.
No sé cuánto tiempo pasó pero, en mi duerme vela, abrí los ojos en la
oscuridad por un frío repentino. Me incorporé y cogí la cubierta retirada a los
pies cuando observé, delante de la cama,
una extraña y oscura sombra dentro de la ya oscura habitación. Me quedé fascinado. Una negritud tan intensa, dentro de
la oscuridad… Mi cabeza, confusa, no acababa de entender el fenómeno. Todo era
frío y silencio, un silencio como pocas veces y un frío más que intenso,
helado. Poco a poco fui siendo consciente de la situación y pregunté:
—¿Eres la muerte?
No hubo respuesta, así que volví a preguntar:
—¿Vienes por mí?
La angustia se apoderó de mi mente. Muerto yo, allí, ¿qué sería de
Nora al despertar? Entonces vi que la oscura sombra se hacía más grande, y como una capa negra se
disponía a cubrir a Nora.
Tuve un gesto desesperado.
—¡Espera! ¡Ella no!
La sombra se detuvo, se irguió de nuevo, muda, plantándose ante mi
cama y yo seguí diciéndole:
—Hay mucha gente que depende de ella. Hace mucho bien. Despierta
sonrisas, abre corazones, provoca la ternura, da besos interminables. A su
alrededor no hay más que felices y agradecidos rostros… Déjala aún, tiene mucho
que dar y recibir. Llévame a mí.
Tras unos instantes la sombra se ensanchó y trató de cubrirnos a los
dos y volví a decir.
—¡Espera, no, así no!
Me levanté a por Nora. Estaba
rígida y fría y supuse que había muerto. La cogí en brazos y la puse en mi
cama, con su cabeza apoyada en la almohada. Yo me costé a su lado, la abracé,
sentí su cuerpo y me apreté a ella. Entonces la sombra se hizo enorme, nos
cubrió a los dos y se hizo la nada.
Un dolor en las caderas me decía que era hora de cambiar de postura.
Pero caramba, ¿cómo puedo pensar esto si estoy muerto? Abrí un ojo dispuesto a
contemplar con horror el vacío pero descubrí la suave luz de la madrugada en la
ventana. Mi cabeza, confundida, no sabía que pensar. No sabía si estaba arriba,
abajo, dentro o fuera. Descolocado por completo, perdida toda localización
espacio temporal, abrí los ojos completamente y pude reconocer, no sin esfuerzo
las formas familiares de la habitación. Los armarios, las sillas, la ropa, la
cama… Estoy aquí —me dije—, no me marché. Entonces…
Fue como un subidón repentino de adrenalina, algo tan fuerte que incluso me incorporé de un salto a ver… a verla… Nora
estaba allí, roncaba, respiraba profundamente. Mis ojos dejaron escapar lágrimas
de felicidad, pucheros de angustia liberada. Nora despertó. Abrió los preciosos
y brillantes ojos negros, me miró y al verme de pie se incorporó dispuesta a
repetir su ceremonia amorosa de cada mañana: llenarme las manos de besos,
incansablemente. ¿Será eso lo que deberíamos hacer todos los días?
Me arrodillé, la abracé y masajeé su cuerpo artrósico y, cuando íbamos
a bajar para comenzar un nuevo día, alcé la mano para apagar la luz junto a la
puerta y miré la cama. Estaba llena de pelos de Nora. Me dije: tengo que
cambiar las sábanas.
El nuevo día estaba allí. Aire, nubes, sol, Nora, yo, paseo, el mar…
FIN