Tener
amigos entre la gente de la enseñanza es una pelma. Se pasan el día llorando y
en cuanto se encuentran dos, el tema de conversación desemboca invariablemente
en la profesión. Y sin son más de dos, el claustro está servido. Es una
deformación profesional como otra cualquiera. Es de suponer que los médicos
hablen de enfermedades y enfermos, los cocineros de comidas y salud, y… los taxistas
de coches y… en fin, su mundo. Pero el mundo de los profes es especialmente
martilleante. Andan obsesionados. Tal como hablan se me antojan una compañía de
soldados que saben que el capitán les ha enviado a la muerte. Ya recuerdan las películas
de antes. Hay que tomar ese puente, y aguantar hasta que vengan los nuestros.
El enemigo es superior, tienen más aguantes, más armas, son interminables, muy
duros en la pelea e insistentes, pero nosotros hemos de vencer y resistir.
Vencer y resistir. O sea, la muerte.
Un
coche a trescientos por hora estrellándose contra un muro de hormigón armado.
Resulta
que el último que me encontré estaba como ido. Venía del cole y en su cara desencajada
representaba la lucha que aquella tarde había tenido. Agotamiento, impotencia,
desánimo. Nada más verme me cita una frase de Ortega y Gasset, los eternos
gemelos (jaja). “Ninguna ciencia se enseña; se aprende”.
Naturalmente
ya entendí de qué iba la cosa y le ofrecí mi hombro para llorar.
—No
saben que si no ponen de su parte unas condiciones mínimas, ni el mismísimo Jesús
les enseñaría nada. Esta tarde —decía—, ha sido imposible explicar cuatro
cosas. Cuatro, y además de plástica. ¡De plástica!
—Qué
pasó, cuéntame.
La
verdad es que me faltó acercarle un diván y sentarme a su lado, cuaderno en
mano, como si de un psiquiatra se tratara.
Han
entrado a clase, después de comer, con los aires de la revolución francesa pero
sin la Marsellesa. Ha faltado la guillotina. Gritos, carreras, voces en alto,
empujones, insultos de unos a otros, quejas… Todo eso en un minuto escaso. Me
costó Dios y ayuda poner un silencio y que se tranquilizaran. ¿Cómo iba a
empezar la clase con ese estado de ánimo? Imposible. Así que les he hablado un
ratito, explicándoles la necesidad de estar tranquilos y ser lo más silenciosos
posibles, porque la clase era lugar de trabajo. Y que al cruzar la puerta deben
cambiar el chip, como se dice ahora, relajarse y dejar que se enfríen los espíritus.
Me ha costado mucho convencerles y les he ido sacando en pequeños grupos hasta
el fondo del pasillo para que repitieran una entrada normal, de gente civilizada,
no como los bárbaros ante el saqueo de Roma. Algunos, muy pocos, lo hacían,
pero para otros era motivo constante de risa y de risa y aspavientos para que
todos le vieran. Algunos lo hacían de modo desafiante, como diciendo, mira, yo
no te hago caso. Y aún alguno más recalcitrante, daba gritos para hablar,
porque se había fijado que aquel de allá, muy lejos de él, había hablado al
entrar, y ese otro está dibujando ya, y este de aquí está jugando con el lápiz.
Así decía el aprendiz de policía,
totalmente preocupado en controlar a los demás.
Mi
pregunta —continuaba enloquecido— era… ¿pero a ti qué te importa lo que hagan
los demás. ¿No ves que eres tú el que está estropeando a toda la clase porque
llamas la atención con tus gritos por algo que no te va ni te viene? ¡Dedícate
a tus cosas, estate en lo tuyo, deja en paz a los demás! Los problemas de ellos
son de ellos, y del profesor. A ti no debe importarte nada más que tus cosas. Además,
ellos hacían esas cosas pero nadie nos dábamos cuenta, no molestaban a los demás.
Has sido tú quien con tus gritos y tonterías has llamado la atención de toda la
clase y aquí estamos perdidos por tus bobadas. ¡¡Ocúpate de tus cosas y deja a
la gente en paz!!
Pero
en seguida salta otro salvapatrias por detrás…
“es que tenemos que estar callados como muertos?
Bendita
pregunta. En este momento el reto era evidente. ¡Ya me cuestionaban! ¡Era un
pulso! ¡Me estaban echando un pulso!
A
mi amigo le hacía falta una transfusión de lo que fuera, y urgente, a sí que le
invité a merendar.
—Yo…
insinué— quiero una manzanilla… ¿No te tomarías una tila o algo así? Venga
hombre, te vendrá bien.
Y
bueno, con la tila humeante ante los ojos, perdida la mirada entre los vapores,
sosegado mínimamente el espíritu siguió contando.
—Verás.
Hay que ver cómo ha cambiado el mundo. He estado una hora intentando decirles
que la educación debe venir de casa. Que seguramente el no saber estar en
ninguna parte no es culpa de ellos, y que tal vez tampoco de sus padres, porque
a su vez los padres también han pasado por esta situación. Esto viene de lejos.
Les conté cómo eran las cosas cuando yo, de pequeño, y las copias que un día me
puso un profesor porque hice como que disparaba a una mosca en clase con un lápiz.
¡Y sin hacer ruido! Me puso verde ante toda la clase y luego me mandó copar
cien veces: “Me comportaré en toda circunstancia como persona correcta”. A
ellos les habrían expulsado del cole. Se reían mucho imaginándome matando
moscas con el lápiz. Como no salían del chiste y la anécdota no llegaba sus
cabezas, manejados por los payasos de siempre que iban de chiste en chiste, he
tenido que analizar la frase y preguntar qué significa comportarse en “toda
circunstancia”. Después de mucho jolgorio intentando adivinar y decir
disparates por fin les he tenido yo que descubrir el significado. Esto, les dije,
quiere decir siempre. Que no puedo gritar en clase, ni correr, ni decir lo que me
dé la gana cuando quiera y como quiera. Ni en clase, ni en el cine, ni en la
iglesia, ni… Que se puede ir por la vida sin conocimientos, pero no sin
educación. Y que ésta es la asignatura más importante de sus vidas. Se puede ir
por el mundo sin matemáticas, sin idiomas, sin saber nada, pero si sabes comportarte
como una persona a donde vayas, la gente te mirará con respeto. ¿No es así,
amigo? ¡Dime que es así! —Me preguntaba a mí.
En
fin, ver a una persona adulta inmerso en un pozo del que no puede salir es
desesperante. Siendo además como es, persona de vocación, y con un cierto
historial ganado a pulso y esfuerzo.
—Sí,
hombre tranquilízate. Todo lo que dices es cierto, pero, debes estar más
tranquilo porque de lo contrario un día te dará un patatús en el cole. A ellos
les dará igual. Tardarán un día en olvidarte. Y tú ya no estarás aquí para
verlo. Hay luchas que valen la pena, y hay otras que no. Y esta es una batalla
perdida, porque no entra dentro de vuestra preparación ni tenéis armas para
luchar. Y no se puede convertir cada día en una lucha cuerpo a cuerpo. Puedes
hacer dos cosas: o ser héroe y morir, o ser un conservador y esperar que te
llegue la jubilación. ¿No te das cuenta que en vez de darte armas para luchar
te llenan de papeles para que estés distraído?
—Pero
eso… es mortal… es como morir cada día, o ver que todos van a ser idiotas el
resto de sus vidas y no lo puedes remediar…
—Así
es, amigo. No lo puedes remediar. O piensas en ti, o piensas en ellos, pero ambas
cosas, hoy por hoy, no son posibles. Eso era antes. Ya no.
Debes
pensar, que las personas que durante años se dedicaron a desvestir el ropaje noble
del maestro, a bajarlo de su pedestal y a mezclarlo con los mortales… sabían lo
que estaban haciendo. Se trataba justamente de eso. No lo olvides. Tú eres un
díscolo, un rebelde, un héroe trasnochado que crees en la función del maestro. Ya
no hay maestros. Como mucho profes. Y esa bajada de pedestal es mucho más dramática
de lo que las simples palabras evidencian. ¿No piensas tú que parte importante de
la crisis actual no está causada por la ignorancia de las gentes y la pésima o nula
educación? Para mí que evidentemente sí. A alguien se le fue de la mano la
levadura el día que hizo pan y ha crecido en exceso. Ahora por dentro, no hay más
que aire. Y si a esto, le añadimos la miseria constante de los medios de comunicación,
la tele y las llamadas redes sociales… ¿Dónde vas tú, pigmeo insignificante? ¿Eres
acaso el último héroe? Ni siquiera hay medallas.
—Pero…
eso es terrible. La idiocia se instalará definitivamente en la sociedad.
—Eso
está fuera de tu alcance, amigo. Escucha una frase que decía Einstein: “Hay dos cosas que son infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y
de lo del Universo no estoy tan seguro”.
—¿Entonces…?
—Debes elegir. O tú, o ellos.
Se hizo un silencio largo, muy largo, roto solo
de vez en cuando por el sorbo de la infusión, mientras por su cabeza pasaban… qué
sé yo de tragedias, pero me pareció que veía un mundo lleno de gente simple,
que se ríe cuando alguien se cae, que habla tonterías constantemente y a
gritos, que parecen drogados aunque no lo estén, de comportamiento extraño allá
donde fueren. Y sintió un escalofrío.
—Creo que me estoy poniendo malo. Me voy a casa.
—Cuídate mucho, amigo. El tiempo de los héroes
ya pasó.