Sierra de Guadarrama. Invierno. Un sol
de justicia sobre nuestras cabezas. Maniobras militares. Atiborrados de ropa
(dos guantes en cada mano, dos calcetines en cada pie, un gorro de lana bajo el
casco de acero, dos jerséis del ejercito uno sobre el otro, el famoso tres
cuartos... etc.), atiborrado de armamento: ametralladora (de 15 kilos), balas y
cartucheras por todas partes, pistola, cantimplora, mochila atiborrada también
de objetos todos ellos indispensables para la supervivencia en la guerra
aquella, comida incluida. Preciosas latas de sardinas del ejercito, con su
cajita donde se lee: Ejército de Tierra Español que yo deseaba conservar, al
menos la cajita...
Momentos antes, muchos momentos antes,
un "toa" (transporte oruga acorazado) nos dejó en la base de la
colina que supuestamente debíamos atacar. El toa no tiene ventanas, pero sí
mucho ruido. Da tantas vueltas por todas partes que no sabes dónde estás, que
cuando sales, a toda carrera, no tienes ni idea si eres el que atacas o el que
defiendes. Ni donde está el enemigo. Así que el "jefe de escuadra",
que es el guía de aquel grupo de ciegos, sale el primero y nos grita qué es lo
que hay que hacer. ¡Al suelo, al suelo! ¡Todos al suelo! ¡Tomad posiciones!
Pero... ¿qué posiciones? ¡A callar! ¡Todos al suelo y que no se mueva nadie!
Nos tiramos pues al suelo nada más
salir a la luz, cargados como burros, incapaces de toda agilidad por el simple
peso del equipaje. Jadeantes, con la cara pegada a la tierra, oímos los disparos
de los tanques que desde una colina cercana lanzaba sus proyectiles por encima
de nosotros sobre otras colinas lejanas en el inmenso campo de tiro de la
sierra.
Nos quedamos a la espera de que nos
dieran la orden de atacar la colina.
Sobre ella, un grupo de generales y otros oficiales, al amparo de
toldos, y sobre caballetes y mesas con mapas, hablan y disertan sobre la
maniobra. Se supone que es una "clase de guerra" que el Capitán
General de la Región ofrece a los generales y oficiales con mando de tropa.
Pasa el tiempo. La charla en la colina
sigue. Nosotros abajo, achicharrados por sol de la sierra, que se deja sentir a
través del aire limpio y frío. El casco se calienta. Pasa tanto tiempo que nos
relajamos. Algunos echamos una cabezadita. La tensión y subida de testiculina
que llevábamos en el toa, indispensable para ser héroes, experimenta en el
reposo forzado un relajamiento total. Aprovechamos para dormir. Comenzamos a
sudar. No podemos levantarnos ni para hacer un pis, porque nos están viendo, de
modo que alguno lo intenta poniéndose de lado. Se mea todo. Es igual. Es la
guerra.
Mucho tiempo después, cuando por fin
se ponen de acuerdo, salimos del modo "pause" al modo "in".
Un silbato nos pone en marcha. ¿En marcha? ¿Qué dices? Tanto tiempo acostados
nos relajó los músculos y la voluntad y somos más un grupo de viejos quejicosos
que aguerridos soldados. Por todas partes se escuchan ayes, resoplidos y
ufuses. El sargento grita. Se ve observado y está haciendo el papel de guía de
campo de jubilados sin fronteras, una ONG que le acaba de nacer al pie de la
colina. Comienza a dar patadas en el culo a diestro y siniestro. Siente que tiene
que demostrar a quienes le mandan que es un esforzado conductor de soldaditos,
y no la enfermera dulce y comprensiva
del hogar del pensionista. Uno que, en pleno ataque, se detiene a coger agua en
su cantimplora en el arroyo que cruzamos, porque se la bebió toda en la espera;
al otro se le han caído dos cartucheras y que dónde vas soldado de mierda sin
balas, qué guerra es la tuya, etc. A mí se me cae mi preciosa lata de sardinas
en aceite con su bonita caja con el águila del ejército. Me detengo y agacho a
cogerla. Insultos graves, tacos... No sé qué pintan allí mi madre y mi padre en
aquella guerra. Explicaciones. Pero mi sargento que se me ha caído una lata.
¡¡¡Pero qué latas ni leches, que saco la pistola como no camines!!!
Adiós a mi lata de sardinas. En fin.
Aquel pequeño ejército de quejicas, enfermos y jubilados, que una hora antes éramos la
gloria de España, lo más adelantado de nuestro ejército, los preparados para
intervención inmediata, se vino abajo por la pachorra e impericia de unos y
otros. Nunca supimos quiénes fueron en realidad los protagonistas de las
maniobras, si nosotros o ellos, pero sin haber ido a la guerra, tuvimos la
sensación de haberla perdido. Eso sí, después de las maniobras hubo un gran
banquete, de ellos, con mucho vino, aperitivo, cerveza y buenos manjares, mientras nosotros,
yo, añoramos nuestra, mi, lata de sardinas en aceite. Un buen amigo catalán me
dijo entonces ¿aún te preguntas quién ganó esta guerra?
Cuando después nos abandonaron a 30 km
del cuartel y tuvimos que volver caminando, para que nuestra entrada nos
curtiese y llegáramos en loor de héroes, atravesando los campos de castilla a
pleno sol, en los polvorientos campos trigueros, con la boca reseca, sudando lo
que no está escrito, las ampollas en los pies requemados, vimos llegar
atravesando el campo un precioso land rover descapotado, en cuyo asiento estaba
sentado nuestro coronel. Se detuvo ante nosotros en medio de una nube de polvo.
Parecía un arcángel que bajaba entre nubes. Se puso en pie, sin bajarse del
coche y nos dijo: “ánimo soldados, que la patria se forja con el sacrificio de
sus hombres y la gloria se conquista con la lucha sin cuartel. Adelante, hijos
míos”.
Adelante, hijos míos.
Siempre perdemos los mismos, los que
ponemos la sangre, porque es nuestra única aportación.
Cuando dejes de reírte, Nora,
comprenderás la semejanza entre aquellos tiempos y estos que vivimos. Y eso que
te aseguro que el sentido común del ejército y sus costumbres espartanas, así
como la utilidad que exprimen a los materiales que usan son dignos de tener en
cuenta. Ya quisiéramos para nosotros que esos otros generales de la política
que son los presidentes autonómicos tuvieran, junto a sus ministrillos y
funcionarios en general, esa visión espartana de la existencia, al menos en lo
que a dineros públicos se refiere.
Pero ya ves que no, que estamos
rodeados de disparates por todas partes y que los que pagamos las consecuencias
somos siempre los mismos. Eso que llaman la clase media, que apenas existe ya,
aborregada hasta la nausea y capaz de resistir miles de perrerías, estafas,
robos y sinvergonzonerías mil. No hay pueblo con más capacidad de aguante. Se
instaló entre nosotros la cultura esta tan rara. Como decían en un bar de
Sevilla: vivimos en un país raro: una clase obrera sin obras, una clase media
sin medios y una clase alta sin clase.
Y así nos va.
Hace ya tiempo que la buena Nora, con
la invasión de noticias de corruptos que nos invaden, que para sí quisieran los
bárbaros en los tiempos de Roma, se plantea que hace falta algo. Y urgente
además. Su análisis es demoledor. Entre pequeñas corruptelas y grandes estamos
estafados todos y todos los días. Trabajamos no para nosotros, ni siquiera para
el fisco, que ya es decir, sino para sostener a una legión, pero legión de
ladrones y sinvergüenzas. Y gente que viene robando sin escrúpulos desde hace
muchos años. Y que además viven del erario público de cargos y prebendas. Y aún
se les llena la boca defendiendo los intereses de los trabajadores" o vaya
usted a saber en qué escondrijo metafísico-oficial está escondido. Y no
conformes con eso aún roban. De pensar que en las cárceles hay gente que por
infinitamente menos, están penando... se le pone, dice ella, la carne de
gallina.
Ya ves Nora. ¿Y sabes por qué? Porque
la gente lo que quiere es vivir bien, disfrutar de la vida lo que puedan y eso
pasa por no meterse en follones. Y hay quien esa inacción la considera
descuido, y ya sabes, ojos que no ven... cartera que te roban. Pero el día que
nos cansemos de aguantar y hagamos todos bueno aquello de... en la guerra, como
en la guerra, entonces, ay, la cosa se pondrá muy fea.
Se decía antes de los ricos, que
explotaban a los pobres. Ahora que los pobres con mando también roban, ¿qué
debemos pensar?
Hace falta una nueva revolución. Ya
hemos tenido varias, que mal o bien, con sus pros y contras nos han hecho
avanzar en el mundo. Pero las personas seguimos igual. Nuestro peor y único
enemigo somos nosotros mismos. En España, por ejemplo, todos los enemigos están
dentro. De modo que somos capaces de conquistar el espacio, pero siempre
pensamos en fastidiar a los demás. No hay conciencia. Tal vez sea esa la
próxima y necesaria revolución. La de la conciencia. Donde robar, estafar, mentir, sea algo tan
socialmente reprobable, que los que infrinjan esos preceptos se mueran de
vergüenza.
Hoy somos como aquella mili en la que
no podíamos atacar por haber estado en reposo tanto tiempo. Mientas en la
colina primero, y el banquete después, los que dirigían nuestros cuerpos y
almas pasaban de todos nosotros, para los que no éramos más que mano de obra,
masa corporal de fuerza. Y eso sí, cuando les interesa, venga, vamos al ataque.
Batas blancas, abajo la ley de educación, ¿nucleares?, no gracias. Nunca
mais... etc., etc. etc...Y entre tanto no seas necesario... que te vayan dando. Ellos siempre en la
colina primero y el banquete después. Nosotros nos quedamos con la lata de
sardinas... que se quedó en el camino, en el duro trasiego de la vida, que es
a fin de cuentas nuestra guerra... Interminable guerra de la que nunca aprendemos.
Nos hace falta como el comer, la revolución definitiva: la de la conciencia.