Caminando
a orillas del mar, no sé por qué a Nora
le vienen las ganas de saber y filosofar, a vueltas con los temas de siempre. Nora
no acaba de comprender la gran capacidad humana de revolver todo para comenzar
una y otra vez, volviendo siempre al principio. Hoy le ha tocado al tema del
mal. Y es que llevamos en la Tierra mucho tiempo, pero a pesar de todo, en lo
sustancial, seguimos manteniendo aquello que mejor nos define: nuestra
ilimitada capacidad para el mal. La pobre no se da cuenta de que la
irresistible atracción por el mal es superior, en mucho, a la atracción por el
bien. Cosas del ADN.
Le
cuento que acabo de ver un interesante programa sobre creadores de videojuegos
en Japón, verdadero paraíso del asunto. Explicaba el joven creativo oriental sobre
la enorme calidad de los videojuegos actuales, y en el que él había creado,
valoraba positivamente la capacidad de interactuar con otros, de tal forma que
los personajes del juego, dirigidos por los humanos, pudieran tocarse, chocar, “sentirse”. El
videojuego estaba pensado y creado para transmitir la felicidad dentro de una
especie de paisaje idílico, donde los personajes se movían casi como volando,
como un cuento de hadas. Todo muy bonito. Pensado para vivir en un mundo feliz
un rato. Pero resulta que esa capacidad de tocarse de la que se había procurado
a los personajes, dirigidos por los humanos que participan en el juego, y que
servía para relacionarse entre ellos en el buen sentido, fue aprovechado en la
primera ocasión para “empujar” por “precipicios” localizados en el paisaje del
juego, a los otros personajes. Es decir, que lo que estaba pensado para el bien
fue transformado por la irresistible atracción del mal. Y además, con esa
acción, cambió todo el pensamiento del juego en los otros participantes, de tal
forma que ya no fue lo que sus creadores habían pensado que fuera. Fue para
ellos una enorme sorpresa y se dieron cuenta del por qué triunfan los juegos
donde se mata continuamente a otros, a dragones, a bestias de otros mundos; o
luchan a muerte sin sentir ningún tipo de impresión. Contaban luego del
aburrimiento de otro creador de juegos clásicos, en que siempre consistía en
luchar, luchar, luchar, matar a mansalva a multitud de supuestos enemigos.
Decía el pobre que siempre era lo mismo, que su trabajo era aburrido aunque el
personaje fuera diferente. El éxito estaba siempre asegurado.
El
videojuego era sin duda una representación
de la historia de la creación que se narra en la Biblia u otros libros
del mismo carácter. Y nos lleva a la conclusión de que es la condición humana
quien revienta los planes del supuesto creador para el bien y transforma la
historia en una lucha permanente entre el bien y el mal. La eterna lucha. Lo
que pasa es que cuando gana el mal, la catástrofe es inmensa. Entre la primera
y segunda guerra mundial, por ejemplo, no sé cuántos cientos de millones de
personas murieron y sufrieron horrores por su causa. Cuando se dicen estas
cifras y se añade la palabra “horror”, hay que pensar. Una cosa es morir, que
es cosa natural, y otra cosa es morir con
sufrimiento, con largas y penosas agonías donde el horror se queda
dibujado en la cara del muerto. Es para pensar.
¿De
dónde le vendrá al ser humano esa necesidad del mal, esa satisfacción por la
muerte o el padecimiento ajeno, o en el mejor de los casos, esa impasibilidad
ante la muerte y el dolor? El dominio, el poder, el egoísmo, son los auténticos
males que llevamos dentro y motor, demasiadas veces, de la historia.
A veces
estudiamos la historia hablando y contando alabanzas de supuestos líderes
históricos. Contamos sus conquistas, sus triunfos, su ley y orden e incluso
alabamos los avances que trajeron a este u otro sitio. El Derecho Romano. La
Pax Romana. El código de tal o cual… Así estudiamos con admiración a Alejandro Magno, Julio Cesar, Napoleón… y mil
más. Sería sorprendente saber cuánto de protagonismo personal, de necesidad de
poder, de desaforado egoísmo, de egolatría y tantas otras cosas habría en esos
líderes que influyeron en otros con estos mismos elementos de la psiquis
humana, arrastrando en cadena a otros muchos bajo sus órdenes y llevando a sus
naciones, y a otras, a guerras crueles sin número, con la muerte de millones de
personas que entregaron sus vidas por la “causa” o el “líder”. Me vienen a la
memoria los kamikazes japoneses que se suicidaban en nombre del emperador. Pero
puede haber miles de ejemplos más a lo largo de toda la historia.
—Y os
llamáis inteligentes —dice Nora.
La
verdad es que da un poco de vergüenza admitir que somos un poco… no sé qué
decir sin herir a la humanidad.
Todo
esto, en menor o mayor grado se da todos los días. Incluso aquellos que lo
padecen, en su momento, pueden convertirse en dictadores sin escrúpulos. Porque
nos quejamos cuando nos pisan, pero no cuando pisamos. Las palabras mágicas:
gracias, perdón, por favor, desaparecieron de nuestra cultura hace tiempo.
Recuerda que esta mañana hemos visto a un
niño en edad de preescolar, dándole órdenes a su abuela de forma más que
autoritaria, para asombro de su cariñosa abuela, que ha quedado la pobre
malamente sorprendida.
Hay algo
que falla aquí.
Y se
empieza por pequeñas cosas. El intransigente, el violento física o verbalmente
con sus cercanos, los que aprovechan el cargo para enriquecerse, los que
estafan o engañan… Todo eso son formas de violencia contra los demás. No son
espectaculares, quizá no produzcan muertos, pero… quien no tiene principios… no
tiene principios, y esto es hoy y mañana otra cosa más. Más grande, claro.
Los
líderes políticos, sindicales o religiosos tienen gran peligro porque son los
sumos sacerdotes de su propia religión y mueven masas. La masa, como pensaba
Ortega, se mueve por interés (agitar las masas, o como decía Zapatero a
Gabilondo: “ahora lo que nos interesa es crispar) o por ignorancia, sin olvidar
a los ingenuos, que de todo hay. Habría que estudiar cuánto de empeño personal
tienen determinadas campañas. Empeño personal que maneja y usa para su propio
fin haciendo partícipes a otros pequeños dictadorzuelos, y la suma de todos
ellos, más el poder de los medios de comunicación… pueden y hacen estragos en
la sociedad. Todos lo hemos vivido y lo vivimos cada día. Terrorismo,
nacionalismo y muchos otros “ismos” son el camino elegido por los ególatras
para alcanzar sus objetivos. Y detrás de esas banderas, miles o millones de
personas convencidas de la bondad del asunto. En la Alemania nazi o la Italia
fascista la gente se volcó materialmente en sus líderes, convencidos de la
bondad y justicia de sus propósitos. Y pasó lo que pasó. Hoy lo vemos en España
en los llamados “líderes emergentes”, que aprovechan el malestar económico, la
corrupción y la decadencia política.
— ¿Tú no
dijiste una vez que la sabiduría no es posible más que en la bondad?
—Sí. Creo
que sí.
—Entonces…
Entonces
Nora, debemos admitir que somos muy listos pero no sabios. El camino hacia la
sabiduría es largo, muy largo. Por lo visto ser sabio no consiste tanto en
saber más como en procurar que el mundo no sufra por tu causa. Y cuando digo el
mundo, digo el Mundo. Todo él. La vida toda.
—Yo veo
ahí un asunto casi religioso.
—Quien
sabe. Sobre Dios, o los dioses, se habla mucho pero no se sabe nada. Es y será
siempre un misterio. Pero incluso la idea de dios está manejada por intereses.
Recuerda las guerras de religión. Cuántas guerras, cuánto sufrimiento, cuanto
horror se ha producido en nombre de Dios. Cualquier Dios. Y Dios, sea el que
sea, se preguntará: ¿y cuándo dije yo esto? Y lo mismo con la Libertad. A los
ególatras enfermos e insensibles les gusta poner de bandera las ideas que
susciten una pronta, grande y férrea adhesión, que provoquen un fuerte
revulsivo en las gentes. Afortunadamente nadie ha hecho una guerra por el Amor.
Qué cosas.
—Vaya
disparate.
—Así es.
Pero sucedió y sucede. Y detrás de esas falsas ideas de dios están los
protagonismos vergonzosos a los que aludía antes. Y volvemos a dar la vuelta a
la rueda para quedar como al principio.
— ¿Y no hay
forma de salir de ese círculo vicioso?
—Después
de decenas de miles de años… lo dudo. Parece que es nuestro signo de identidad.
¿Te imaginas, con estos mimbres, descubrir un planeta con seres como nosotros
pero menos evolucionados tecnológicamente? ¿Qué haríamos con ellos? No quiero
ni pensarlo. Pobrecillos.
La única
esperanza, larga en el tiempo, pero más segura para modificar este patrón
ancestral es la educación, Nora. Los seres humanos andamos con la educación de
forma poco sería. Se nos antoja algo que debe servir a no sé qué oscuras
causas. Todo lo que no sea educación
para el respeto de la vida es coña marinera. Cuando se habla de educación se
han de poner muy altas las miras, muy lejos en el tiempo, y trabajar
incansables para modificar la conducta humana hasta que aparezca en el ADN.
Todo, absolutamente todo, es una monumental nadería ante el asunto del respeto
por la vida ajena. Y con la vida, todo lo que le es propio: las costumbres, la
cultura… Los humanos somos diferentes en chorradas étnicas y culturales. Pero
todos y cada uno somos un milagro exclusivo en el Universo, con derecho propio
por ser único y por tanto a existir; y nadie, absolutamente nadie ni ninguna
idea o causa, justifica que esa vida singular e irrepetible se sacrifique en
nombre de nada. De nada. No hay bandera, principio, filosofía o dios, que
merezca el sacrificio de una vida, aunque sea solo una, vida humana.
—Ni de
las otras.
—Ni de
las otras.
Cuando
los seres humanos convirtamos la irresistible atracción por el mal en otra
igual por el bien, en ese momento la humanidad habrá llegado a su punto más
alto de evolución. Entonces sí seremos sabios. Entre tanto nos arrastramos como
seres inferiores sumidas en la avaricia, el egoísmo, el ansia de poder…
Hace un
viento caliente proveniente del sur. El mar está calmo y hace calor, pero la
brisa, aunque cálida, contribuye a suavizar la temperatura y hacer algo más
agradable el paseo. El mar, qué grande, qué inmenso, que característica única
de nuestro mundo, ese planeta acogedor, esa maravilla azul en la enormidad del
espacio. Qué gran escenario para grandes seres.