sábado, 3 de enero de 2015

PERO QUÉ COÑO SE CELEBRA EN NAVIDAD

«A mucha gente, entre los que me encuentro, no les gusta la Navidad; no encaja con el cristianismo de pobreza que dicen que predicó Jesús de Nazaret  y resulta una fiesta de lujo artificioso, excesivo y sensiblero. Por no hablar de las comidas, que a estas alturas parece que sea la última vez que vayamos a comer. Es por tanto una fiesta incoherente, infantilona, llena de apariencias y falsas ingenuidades. Demasiado espumillón, demasiadas bolitas de colores, demasiadas luces. Los portalitos de Belén parecen gasolineras anunciando rebajas, o tienda del ahora moderno “Outlet” y los arbolitos, un pirulí hortera ocultando su belleza natural en un abrigo de faralaes artificioso. Con lo hermosos que son en sí, los árboles. De pronto, el mensaje cristiano de la pobreza se convierte en un mensaje derrochón pero a la manera tonta, pueril, con mucha apariencia, artificio y engaño. Todo lo que debiera ser auténtico se convierte en artificio. En Navidad la gente se pone blandita porque es lo que toca. Por cierto, los adornos vienen todos de China, y allí no saben nada de la Navidad.  
Parece pues que llenándonos de luces, brillos y cantos vayamos a ser más felices o ser mejores. Es un autoengaño, el mejor “selfi” que los humanos de acá nos hacemos juntos cada ciclo. Es el sistema aquel del avestruz que esconde la cabeza para no ver el peligro. El peligro somos nosotros, pues acabada la Navidad aparcamos los buenos propósitos, descubriendo así la falsedad del asunto, el amor al prójimo se nos funde como la mantequilla y volvemos a donde estábamos, o peor.
Es asombroso que a la orden de “ha llegado la Navidad”, la gente, que vivimos como vivimos, sentimos como sentimos,  donde cada hijo de vecino va a la suyo sin importar lo más mínimo los demás, y si puedo te engaño, miento o estafo, sienta la repentina necesidad de amar a su prójimo cercano, el familiar, en una noche de empalagosa fiestorra llena de comida, con el fin de no hablar de nada, de no pensar en nada, de olvidar lo pésimos que hemos sido y seguiremos siendo con el prójimo el resto del año, acallando las conciencias entre comidas,  dulces y cantos.  El gran negocio de la fiesta ha convertido  el asunto en una obligación social, que no moral, y todo el mundo corre a refugiarse en la familia. Vuelve a casa por Navidad. Es como si una niebla tragapersonas se dispersara esa noche en busca de almas perdidas en la soledad y cada uno buscara refugio en el grupo familiar. Aquel, a quien la niebla alcance solo… se verá perdido en la bruma para siempre. Simplemente desaparecerá de la memoria del tiempo.  Es aquello del ángel exterminador, sólo que en esta ocasión no hay que pintar una estrella en la puerta de las casas, sino que cuando la niebla oscura de la noche alcance a sentir los olores, las risas, los cantos, las luces… pasará de largo en busca de almas en soledad.
La Navidad es una fiesta cruel. A cuánta gente, encallecida el alma para sobrevivir en la dureza de la vida, doblegará esta falsa ternura y le hará recordar que está solo, que es frágil y que no tiene nada que comer, ni qué compartir, ni qué celebrar. La Navidad, pienso, en la cárcel debe ser una cosa terrible para muchos. La Navidad en los asilos, en los enfermos terminales, en la pobreza, en los que duermen en la calle… la Navidad de los solitarios olvidados por el tiempo. Es un día que te recuerda que has sido un perdedor y que la vida no te ha tratado bien. No tienes nada que celebrar, y encima te lo conmemoran.
La Navidad es una aburrida concatenación de días previsibles regidos por horarios y costumbres antinaturales. Las cenas y comidas excesivas, acompañadas de todo tipo de bebidas son una amenaza real para la salud física y mental. Aquello de las cenas copiosas y los cementerios entra en fácil olvido a una gente que se lanza al río de la fiesta familiar con toda la sinrazón, pero toda la emoción del mundo. Pobres gentes que necesitan del abrigo de una noche de calor humano. La Navidad deja en evidencia nuestro desánimo por la vida, por eso tanta gente reprueba la Navidad…»

Oyó ladrar al perro. Interrumpió la escritura y dejó el papel sobre la mesa. Después corregiría el texto. Siempre hay una coma de más, un adjetivo excesivo, una cacofonía evitable o una pésima relación entre tiempos verbales. Oyó por la ventana el ladrido insistente de aquel perro que conocía. Era Charlie, el perro grandón del vecino, sin raza determinada y que acabó sus días de vagabundeo cuando la familia le adoptó. Se pasaba el día solo, en la terraza de la casa. Por la noche, no sabía por qué, ya con los dueños en el hogar, se dedicaba a ladrar de forma intermitente. A veces aullaba. A Mateo le parecía que el pobre perro expresaba algo; tal vez una protesta. Quién sabe. Había observado en este y otros perros, que ladran cuando se sienten solos o abandonados en la casa, o advierten peligro, pero cuando están los dueños los perros se sienten seguros en su manada y ya no lo hacen. Charlie no era así. Se pasaba el día solo, ladraba muy rara vez si pasaba por la puerta algún perro, pero ahora, de noche, con los dueños dentro sí lo hacía. Mateo pensaba que el pobre animal seguía sintiéndose solo en la terraza, sin poder entrar y disfrutar de la compañía de sus amos. Y era de noche, hacía frío, el cielo estaba cuajado del gélido resplandor de las estrellas y en el suelo relucían las baldosas a causa de la humedad que traía el mar cercano. Pensó Mateo que si al pobre perro le ofreciera una golosina… le ayudaría a pasar el tiempo hasta que los dueños, ya tarde, se decidieran a dejarle entrar y él, como cada noche, lo hiciera agradecido y sumiso, rota la voluntad de lucha, vencida la noble rebeldía que le caracterizó de joven,  desanimado por la larga soledad pero agradecido por aquellas horas de cálida acogida en el hogar. Calor, comida y cama, el mejor trío de ases que se pueda dar en las noches frías. Aunque si le añadía compañía, el póker estaba completo. Al menos, eso.
Mateo cogió unos trozos de jamón york. Llevaba  seis lonchas en la mano que sin duda serían un buen bocado para el perro. Esperaba que los dueños no le descubriesen así que, sin hacer ruido, se acercó a la valla. Las ventanas tenían las cortinas echadas y a su través la luz iluminaba tenuemente la terraza, prisión del perro, día a día, hora a hora. Toda una vida en unos pocos metros, esperando la noche bien entrada,  para unirse al grupo humano, comer y echarse en un gurruño de trapos calientes.
El perro lo olió, irguió las orejas dispuesto a cumplir fielmente su papel de guardián de no se sabe muy bien qué, pero… le olió a él, le reconoció y olió el jamón york que Mateo le acercaba. No estando seguro de su reacción Mateo prefirió echarle el jamón al suelo, como a medio metro de la valla a través de los barrotes de hierro de la puerta. Y allí acudió ansioso el perro que comenzó a devorar con avidez la carne olorosa y tierna. Sin apenas masticar, Charlie tragaba ansioso.  Mateo le contempló todo ese tiempo, que fue poco, fascinado por el hambre del perro, casi glotonería.
—Qué, hay apetito, ¿eh?
El perro le devolvió en silencio una mirada amistosa y por primera vez, durante largos segundos, sus ojos se cruzaron y se vieron. Y mantuvieron la mirada. Nunca antes el perro había hecho algo así.
—¿Qué haces aquí? ¿No tienes casa, comida y cama?
—Oye, ¿desde cuándo los perros hablan?
—Los perros no hablamos. Eres tú quien lee en tu mente lo que pienso.
— ¿Por qué ladras tanto todas las noches? Incluso aúllas.
—Los perros ladramos para expresar emociones fuertes y urgentes: peligro, atención, aviso… En cambio aullamos para expresar emociones complejas: nostalgias de otros tiempos o llamadas lejanas a cualquier otro perro que, lejos, lo escuche y quiera responder. Es la búsqueda de la compañía en la distancia. Encontrar  a alguien que como tú, sepa, comprenda y responda. También aúllo a las estrellas para decirles que son hermosas; aúllo al viento para que lleve mi voz cargada de nostalgias y preguntas y me devuelva la voz cargada de recuerdos y noticias; aúllo a veces  para salir de mí e irme muy lejos y conocer otro mundo; aúllo para expresarme, para decirme que estoy aquí. Y mi aullido es también, a veces, vuestro llanto.
— ¿Los perros lloráis?
—Lloramos, sí. Llorar es bueno para no ahogar las penas en lágrimas.
— ¿Las penas? ¿Tú tienes penas? ¡Si lo tienes todo!
—Eso que tú llamas todo, en el fondo no es nada. Es totalmente prescindible. Pero lo que más alimenta, lo que más viste, lo que más cobija, lo que más alegra, lo que os ha hecho fuertes siempre es tener un grupo de personas unidos por lazos de familia y amistad con la que podéis compartir vuestra vida, vuestras esperanzas, vuestras alegrías, vuestros fracasos, vuestra salud y enfermedad. De la cuna a la tumba estáis acompañados. No estáis solos jamás. Los humanos no estáis hechos para estar solos. En cambio nosotros… vivimos en permanente soledad, aun con los amos que te quieren y cuidan... La vida  no es tener, es ser con los demás, es compartir con los demás, es sentirse unido a otras personas. Esa sensación familiar los perros  que vivimos con humanos la tenemos confusa o no la tenemos. Un día nos arrancaron de nuestra verdadera familia y nos adoptaron para vivir en otra muy diferente.
—Comparto contigo algunas de tus opiniones. Pero entonces… aullar también sirve para liberarse del desánimo interior.
—Así es. Y también la alegría.
—Los humanos no aullamos.
—No se te oye, pero sí aúllas. Antes aullabas.
— ¿Yo? No.
—Aullabas dentro de ti contra la Navidad, aullabas contra la soledad, aullabas contra la monotonía de una fiesta estúpida, aullabas contra la incoherencia de unas fiestas de riqueza para conmemorar un nacimiento en la penuria… Según tus palabras…
—Escribía… para mi periódico. Pero… ¿cómo sabes tú lo que escribía?
—El viento, que está en todas partes, me cuenta cosas. Ya te he dicho que aúllo al viento para contarle… y que me cuente. Y me ha contado que tú criticabas la Navidad. Me cuenta cosa tuyas de vez en cuando.
—No sé si creerte. Esto debe ser un sueño. Lo que me cuentas no es cierto. Es increíble.
— ¿Quieres hacer una prueba? ¿Quieres ser un rato perro? ¿Qué tal perro por esta noche?… Es esa que vosotros llamáis… Nochebuena.
— ¿Es eso posible?
—Sí lo deseas sí —contestó Charlie sin dejar de mirarle.
Mateo no contestó. Hipnotizado por la insistente mirada del perro, de pronto, sin dejar de tener sus ojos en los suyos se percató que estaba al otro lado de la valla. Y ante él, con los ojos muy abiertos, le miraba un ser… ¡con su propio cuerpo!
— ¡Dios mío estoy aquí!  Y tú… tú… ¡tú eres yo!
—Y yo soy tú. Ahora podrás comprobar qué tal sentimos los perros y podrás tener una visión de la Navidad desde la otra parte. Por esta noche despídete de tu odiosa Navidad.
Un ruido en la puerta de la casa puso en aviso a Mateo, ahora perro. No supo qué hacer. Miró la puerta de la casa que parecía abrirse en cualquier momento y miró también la puerta de la terraza. Charlie, el ahora humano Charlie, no estaba. El corazón le latía con fuerza y rapidez. ¿Qué iba a pasar? ¿Se darían cuenta? ¿Qué tenía que hacer?
La puerta se abrió y quedó abierta. El humano Charlie no supo qué hacer y se mantuvo a cierta distancia. Se acercó a oler…a mirar con la nariz. Y olió a caliente, a tibieza…
Ante sus dudas, una voz se oyó:
— ¡Charlie! ¿No entras?
Se decidió al fin y entró. Nunca había estado allí y no conocía la casa. Oyó ruidos en una habitación y allí se dirigió, siempre despacio y receloso y descubrió la cocina. La mujer y una de las hijas preparaban la cena. Olía a sabroso, hacía un calor agradable y la luz lo llenaba todo. Como no  le hacían mucho caso se dirigió a otra parte de la casa aún más iluminada. El padre, un fornido carpintero, colocaba los últimos adornos al árbol de Navidad. Las bolitas de colores relucían y una guirnalda de luces envolvía todo el árbol. Cerca de allí, una mesa con un gran mantel rojo, velas encendidas, platos vasos y cubiertos relucientes… La fiesta. La Nochebuena.
Todo el tiempo estuvo inquieto, no sabiendo cómo hacer, dónde estar. La mano de la hija más joven de la pareja, que ayudaba a su padre con los adornos del árbol le pasó por el lomo.
— ¡Charlie, estás frío! ¡Tiene el lomo helado, papá!
Y sin esperar ninguna respuesta  la niña cogió una mantita y se la puso en el lomo. Luego acercó una cama redonda, donde seguramente se acostaría Charlie y la puso cerca de la estufa.
—Ven aquí, Charlie, acuéstate un ratito.
El enorme placer de la cama, acostado cerca de la estufa y el calorcillo seco de la mantita le parecieron a Charlie de una calidez humana extraordinaria con un perro. Es más, todo el que pasaba por allí, madre, padre o hijas, tenían para él una caricia, unas palabras cariñosas e incluso, de vez en cuando, una golosina arrebatada a los guisos de aquella noche.
Y de pronto un timbre, unas voces, un ruido de coches. Charlie pensó que debía ponerse en perro guardián, pero no supo ladrar, y cuando quiso levantarse las hijas, alborozadas, ya habían hecho pasar a un grupo de personas que, entre abrazos, besos y risas, hicieron su aparición en aquel comedor tan reluciente. Pensó Charlie que debían ser familiares o amigos, y que venían a cenar juntos, según tradición. Eso sí, todos hablaban raro. No era la lengua común en el lugar. Entonces recordó que sus vecinos eran sudamericanos y entendió que aquellos no eran familiares, tan lejanos, sino que como ellos, debían ser del mismo país y hacían piña, formaban una pequeña familia en aquella noche.
Lo pasmoso fue que cuando todo volvió a serenarse, uno a uno, los amigos de la familia pasaron a saludarle a él, y cada uno le trajo un regalo. El niño pequeño le trajo un juguete, un muñeco de perritos que al morderlo pitaba, la señora le había tejido una mantita, y el padre un jugoso filete de carne que, sin saber cómo, comenzó a hacerle la boca agua. Iba ya a morderle cuando la niña menor de la casa le dijo:
—Ahora no Charlie, espera a que cenemos todos juntos.
La reunión familiar se hizo prolija. Sentados alrededor de la mesa se contaban cosas de la vida, de sus costumbres, de su país. El padre tocó el acordeón, las hijas las guitarras y los demás cantaban. Nunca Charlie había visto una reunión de personas tan alegre. La luz, el calor, la comida deliciosa… le mantuvo despierto todo el tiempo excitado por aquellas voces, aquellas risas, aquellas expresiones, aquellas muestras de cariño. Pero lo que más le emocionó fue la cena. Nunca había visto una cena de Nochebuena igual. Consideraban ellos, que el nacimiento de Jesús entre los pobres y gentes sencillas, era una clara invitación a la vida sin excesos, que todo lujo es vergonzosamente superfluo cuando hay quien no tiene para comer o vestir. De modo que comenzaron a sacar tortitas de maíz, legumbres y verduras que chocaban con los langostinos, jamones y champanes que él conocía. Era todo sencillo, como si fuera comida de los pastores que según la Biblia, fueron a adorar a Jesús. Aquella cena de Nochebuena, no tenía tanto de cena, sino que lo que primaba en el asunto era la reunión. El no saberse solos, el saberse queridos por otras personas, el añorar juntos y recordar sus cosas de allá… Todo tan diferente de las cosas de acá.
Fue emocionante cuando el padre, con su acordeón, acompañados por las hijas, entonaron canciones de sus tierra, viejos villancicos en aquel lenguaje recio y sabio que han sabido conservar.

Doña María, le ruego
en nombre de la fortuna,
me deje ver a su niño
que me van a dar la una.

Doña María, yo vine
a ver el niñito ’e Dios.
Usted déme la licencia
que me van a dar las dos.

Pregúntele, Mariquita,
a su esposo don José.
Deje mirar al niñito
que me van a dar la tres.

Tome en cuenta, Mariquita,
casi gasté los zapatos
por ver a su manuelito;
ya me va a dar las cuatro.

De Ñuble vine, Señora,
de los campos de Niblinto,
por saludar a su niño
antes que me den las cinco.

Y esta otra muy popular también, por lo visto:

Buenas noches, San José,
y en compaña de su esposa,
aquí estoy en su presencia
si sirvo de alguna cosa.

¿Dónde está San José?
¿Dónde está San José?
Con el niño y María, los tres.


Señora doña María,
aquí nos mandó mi maire
a cantarle nueve días,
nosotros, los de Pomaire.

Señora doña María,
cogollito de cedrón,
a su niñito le traigo
dos metros de coletón.

Cómo reían, cómo cantaban, cómo se alegraban con las letras…Qué de recuerdos les traía de su hermosa tierra, de su cultura americana y española…
Mateo comenzó a comprender la felicidad del encuentro, de la nostalgia por la tierra madre lejana, de sus parientes allá, tan lejos. Su reunión les había servido para mitigar las penas, además de celebrar la Nochebuena al estilo que la Biblia quiso seguramente transmitir, con absoluta sencillez.
No podía llorar. Efectivamente los perros no lloran. Por eso, sin saber cómo, en medio de un villancico, no pudo resistir más y se dejó ir con un aullido largo e intenso, que admiró a todos, luego le rieron, e incluso los pequeños le abrazaron. El niño se sentó junto a él, en la camita, abrazado a él, y Charlie-Mateo volvió a aullar feliz en la noche más cálida de su vida, donde lo de menos, había sido la comida, y lo demás, la simple reunión de alegría.
«Tenía razón Charlie perro. Los humanos hemos nacido para vivir juntos. Es, ha sido y será, nuestro mejor secreto para la supervivencia, la mejor arma, la mejor respuesta a los retos de la vida.»

Una voz interior le llevó a levantarse y dirigirse a la puerta. La niña mayor, y el niño, entendieron que Charlie quería salir a hacer sus cosas. Además era ya tarde. Así que puesto el collar, abrieron la puerta de la terraza y salieron a la calle. En la acera, una sombra se acercaba caminando despacio hacia ellos. En la noche fría, reluciente de estrellas, aquella persona pasó a su lado. Charlie-Mateo se le quedó mirando. Los ojos se cruzaron en el camino.
—Buenas noches vecinas. ¿Vais de paseíto con Charlie?
—A que haga sus cositas, como cada noche, don Mateo.
—Muy bien. Ha tenido mucha suerte este perro al encontrarse con vosotros. Su vida cambió para siempre.
—Sí —contestó la niña— con Charlie la Navidad es todo el año.
Y el niño le preguntó entonces:
—¿Usted no celebra la Nochebuena?
—Pues… hijo… a mí se me murió la Navidad. Se la comió el aislamiento.
—¿Y por qué no viene usted con nosotros? ¿Sabe cantar villancicos?
La expresión de la niña afirmaba los propósitos de su compañerito, y la verdad…
—Pero hijos…es una reunión familiar… y no creo que…
—Ah, no vecino. Es una reunión familiar pero de vocación, como dice mi padre. No hay relación de sangre pero la hay de cariño. Ande, véngase con nosotros.
Cuando Mateo, ahora humano, entró en la casa, que ya conocía, vio la camita de Charlie, las luces, las comidas, y, sobre todo, las sonrisas de recibimiento cordial de todos los presentes; no tuvo más que sentarse, coger una guitarra y cantar:
—Este villancico es popular andaluz, y se llama María Zambullo, y dice así.

A Belén camina
María Zambullo,
dos pares de bueyes
le tiran del culo.
Y dicen los majos
con mucha alegría:
"¡Qué culo más gordo
que tiene María!".

Ni que decir tiene que las risas inundaron la casa, Charlie aulló, y los turrones y el anís comenzaron a correr cuando ya todos se pusieron a cantar a la vez.
       Y Mateo oyó en su cabeza:
¿Ves? La soledad, amigo Mateo, es mala consejera.
Pero yo he dicho antes… He escrito…
Escribiste desde tu experiencia, basada en el resentimiento. Ahora tienes otra.
Pero el periódico… mi columna…
Ya corregirás. Tienes tiempo.  Recuerda siempre que el mundo necesita gente de calidad todos los días, sea Nochebuena o no.
Feliz Nochebuena, Charlie.
Feliz Nochebuena, Mateo.