Que los perros tienen alma es una obviedad. Seres que se entregan,
que aman a sus dueños y su familia hasta la muerte no pueden pasar por este
mundo sin tener ese sello distintivo que separa lo humano de lo primitivo. No
sé si una sardina, una ameba, un mejillón la tendrán, pero un perro sí. Un
perro interactúa contigo. Se alegra cuando te alegras, se entristece cuando te
entristeces. Te busca para besarte y a su manera decirte lo mucho que te
quiere. Incondicionalmente, además. Otras mascotas están ahí, se dejan querer,
acariciar, pero no pasan al siguiente nivel. Los perros podrán ser individuos limitados en facultades
intelectuales (lo mismo que muchos humanos), pero son seres trascendentes. No
levantamos cementerios para enterrar pulgas, mosquitos, calamares o conejos.
Pero sí para los perros, y su recuerdo permanece en nosotros durante toda la
vida; y sus historias y fotos forman parte del anecdotario vital de la familia.
Si no la tenían, ahora la tienen. Tal vez nosotros se la hemos dado. Ja,
nosotros.
Las historias de perros que han salvado a
personas, que se han dejado morir junto a la tumba de su dueño, que han hecho
heroicidades mil… están ahí; son páginas escritas cada día pero que no
trasformamos en noticia más que de vez en cuando. Estamos demasiado ocupados
con nosotros mismos. Los perros,
protagonistas callados, no son tales hasta que nosotros no les damos entrada en
el escenario de la vida. Y ellos están
ahí, callados, discretos, como esos notabilísimos actores secundarios capaces
de hacernos creer a los actores principales, tantas veces anodinos. Qué sería
de esos actores sin el apoyo de los secundarios. No serían personajes creíbles.
La humanidad, la heroicidad, la pasión, el misterio, la bondad, la ternura, la dan
los secundarios, esos profesionales que no alardean, que no salen en las fotos.
Si una persona quiere, desea irradiar una
personalidad especial, ascender peldaños en el teatro de la vida, no tiene más
que fotografiarse con un perro. Su perro. La foto de un perro con su dueño,
enaltece al dueño, lo ennoblece, lo humaniza. Menos mal que los políticos no se
han dado cuenta de esto y no salen en las fotos con sus perros. Pueden salir
abrazando niños, estrechando manos humanas… Eso lo hace cualquiera. Pero
estrechar contra tu pecho la cabeza noble de tu perro, cruzar tus ojos con los
suyos en un gesto de complicidad llena de cariño… eso es una medalla en la vida
que te convierte al instante en persona especial. Ya no eres un simple humano
mortal.
Es estremecedor visitar una “perrera”.
Los ojos llenos de ansiedad de los perros, cada uno con su historia de
abandono, o maltrato, o de todo, se leen perfectamente en sus ojos.
¿Cómo es posible que una persona maltrate
a un perro? Su perro, además. ¿Cómo es posible que lo abandone? Toda la vida
del perro eres tú, somos nosotros. Tenemos que imaginarnos que un día nos
quedamos sin casa, sin familia y sin amigos… Que ya no conoces a nadie y no
sabes dónde estás. En un segundo todo tu mundo se viene abajo. Hay que tener… O
no hay que tener. Desde luego humanidad no. No tener humanidad es lo más bajo
que se puede ser en el escalafón de lo humano.
Hace unos días, paseando con Nora por los
lugares habituales, llegó un coche negro, de esos pequeños. El coche se detuvo,
bajó el dueño, que desde lejos no alcancé a verle ni la cara ni tampoco
averiguar su edad. Abrió el portón trasero y bajaron dos perros grandes. Uno parecía
pastor alemán, el otro igualmente grande, negro de raza indefinida. Pensé que
los soltaba un rato para que jugaran libres. Y Los perros echaron a correr, alegres,
comenzando el deporte preferido de los perros, oler. El sujeto en cuestión subió
a su coche, lo puso en marcha y se marchó. Los perros ni siquiera se dieron
cuenta. Pero yo sí. De pronto me sentí profundamente dolido y triste. Y me hice
la pregunta:
― ¿Ellos le habrían abandonado?
Se marcharon, jugando, y no quise ver
más. Nora y yo nos sentamos en un banquito, frente al mar. Ella enseguida se
acuesta al amparo de mi sombra. Y pensé: ella bajo mi sombra, protegida por mí,
y yo bajo la suya, protegida por su nobleza y cariño que me enriquecen como persona. Ella es mi perro y yo soy su humano.
Gracias Nora, por ayudarme a ser humanamente
mejor.
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