viernes, 11 de octubre de 2013

UN LÍO ES UNA COLIENTE DE AGUA


Tienen razón los vascos y catalanes. Hay que irse. Hay que volver a los orígenes, a lo que siempre fuimos y a lo que nos gusta ser desde los Neandertales hasta ahora.
Hemos dicho algunas veces que todos somos hijos de La Historia. Lo que sucede es que nuestra Historia ha sido un poco… putilla. Entre unos y otros han acabado por ponernos un yugo para, forzadamente, unirnos a un único destino, cuando nuestra naturaleza es otra. Nada de un destino en lo universal. Y una mierda. No ha nacido el hijo de mi madre para unir su destino con otros. Nada de eso. Cada uno su destino y dios, o los dioses, en el de todos. Por cierto, nada de Dios, que es uno y por tanto unificador. Dioses suena mejor, pero como al fin toda agua desemboca en el mar deberíamos sustituir estas expresiones por otras menos mediatizantes. Veamos por ejemplo… ¡Meteorito! Esa podría ser  buena idea. Aunque…  bien pensado tampoco, porque un meteorito es una cosa. Y eso es unificar. Además se les pone nombre, es predecible… Se sabe su trayecto e incluso se les fotografía. No bueno. ¡Polvo cósmico! Esa sí es buena. El polvo cósmico está formado por trillones de partículas ínfimas que pululan por el espacio infinito sin rumbo. ¡`Perfecto! Así pues desde hora nuestra expresión favorita será esa. Polvo cósmico. Qué bien suena. Que relajante. No es peligroso, ni aglutinador.  Ya no eres ciudadano del mundo, sino del cosmos.
Pero volvamos a nuestro discurso principal, que no hay que despistarse en los meandros del río, ni dejarse engañar por los verdes paisajes de los numerosos afluentes de nuestra historia…
La cosa comenzó pues a fastidiarse con los cartagineses, que vinieron aquí a tomar posiciones y con el ánimo de dar por el saco a los romanos. Pero claro, nos dejaron la puerta abierta, y ahí comenzó todo. Antes, los fenicios y los griegos habían venido por las buenas, en plan comercio, vacaciones y tal. Pero estos no. Vinieron aquí para fortalecerse y disputarles a los romanos los límites del mar. Esa fue la primera pedrada en nuestros cogotes morenos. Luego vinieron los romanos, que después de darles pasaporte a los cartagineses, dijeron aquello de… ya que estamos aquí, pues… nos lo quedamos. Y ala, aunque les costó un montón, que ya se nos veía venir, los muy burros insistieron y nos metieron a todos en el mismo saco, que es justamente lo que no queríamos. Y sí, algunos por el norte les dieron la calda. Ya saben que los galos lo escriben todo y se adueñan de todo, y así, se sabe que los famosos Astérix y Obélix en realidad, eran vascos que se llamaban Chuknorrix y Biarrix, y que como buenos nativos no querían estar en el mismo saco.
Después de una larga pasada por los romanos que nos unieron, malamente, pero nos unieron, llegaron los bárbaros. Y hubo uno muy listo que se llamó Recaredo que, viendo el panorama, pensó que todo aquel conglomerado de gentes necesitaba un pegamento, porque no había Polvo Cósmico que lo pegara. La religión. Y esa es otra de las potencias vivas que nos unen a la fuerza.
Un tiempillo después llegaron los moros, que cumplieron con nuestras ansias de dispersión, y eso hicieron. Pero más tarde, un nuevo empeño, desde la política y la religión, nos metieron de nuevo en ese saco común al que nadie quería pertenecer: los Reyes Católicos. Nos unieron. Vaya si nos unieron. Y desde ahí hasta ahora.
Así que todos estos son los culpables de que seamos una cosa, un destino en lo universal. Cuando nosotros lo que queremos es ser distintos, ni juntos ni revueltos.
¿Qué otra cosa? A ver… ¿Queremos ser tribu? Nada de nacionalistas catalanes, vascos y demás, que esos son otros fachas unificadores. Queremos ir pueblo a pueblo, barrio a barrio, calle por calle, casa por casa, persona a persona. Queremos ser tribus… los que quieran serlo. Yo, mejor ni eso. Cada uno solito, que el buey solo bien se lame. Cada humano una república. Hay que volver al trueque y a viajar caminando. El mundo, ahora tan pequeño, se nos haría otra vez muy grande. Como debe ser.
Yo es que no le veo más que ventajas a eso de ser libres, independientes unos de otros. Y que desaparezcan ya de una vez esos nombres que en la historia no nos han traído más que desgracias conjuntas. Nada de España. Ni de Iberia. Nada de Tarraconense, Bética, y demás. Tampoco Edetanos, Contestanos, Vetones, Celtas o Turdetanos. Creo que el gran nombre que nos define, ese que encierra pero sin encerrar, que lo abarca todo sin abarcar nada, que dice de dónde eres pero sin decir donde es.. Lío. Seeee… Un Lío… Somos un gran Lío… y que nadie venga con su espada a cortarlo por lo sano.
Es fantástico ser Lío. Ni leyes, ni contribuciones, ni patriotismos, ni ejércitos, ni pagos ni nada de nada. Todo el día haciendo lo que te salga de la mandanga. Ya lo veo por Europa, esos Estados Acojonados Unidos: mira ese… es Lío… ¡Que fuerte tío! Ni reconoce leyes, ni estados ni haciendas,  ni hablas… ¿Ni hablas…? Nada. Unos hablan el “farfullo”, y otros la “jerga”, pero entre ellos tampoco se entienden porque no les da la gana. Pasan de tó. A la entrada del Lío, en la frontera nuestra, que ellos no reconocen hay una frase esculpida en piedra, una especie de leyenda medieval que dice: “Dejadme en paz”. Eso       para que nosotros le entandamos. Los de la jerga dice… Dehamne en pah. Y los del farfullo farfullan… jammeenpá.
Así que buenas gentes, desterremos de nosotros esas expresiones que desprestigian el Lio. No es un estado mental confuso, ni un hilo enredado, ni un problema de difícil solución. Un Lio es un estado del alma, un estado anímico, la pertenencia a un mundo que no es, donde no se es nada concreto y por eso se es todo. Lo que a uno le de la gana. Libres al fin de todo y de todos.
¡VIVA EL LíO!


jueves, 10 de octubre de 2013

EL SACO DE DORMIR



Cada día me levanto antes que Nora, no porque ella tenga más sueño sino porque creo que necesita dormir algo más, ya que no mejor. Los perros, ya se sabe, duermen con los ojos cerrados pero los oídos abiertos, y la proximidad de otros perros, la gente y los coches que pasan por la calle hasta altas horas de la madrugada la desvelan continuamente. Emite gruñidos, olfatea, se levanta incluso… Duerme a ratos, y lo sé porque ronca. Si ronca, duerme. Así que por las mañanas me levanto sin hacer ruido. Creo que incluso entonces abre un ojo a ver qué hago, pero no se levanta a menos que abra la puerta de la calle, entonces sí, como un resorte interior la necesidad de salir la empuja. Ya la oigo bajar.
Ya toca pues. Mi repaso matinal a los diarios digitales se ve interrumpido por ese bajar característico conformado por los años, los escalones y, sobre todo por su artrosis. Entonces aparece delante de mí, mansurrona, buenaza, en busca de cariño que dar y recibir, que eso es todo lo bueno que tiene la vida.  Es buena forma de empezar el día. Y es como una ceremonia: le extiendo las manos y ella se acerca a refugiarse entre ellas y comienza a lamer, incansable. Y mientras le acaricio y masajeo con una, ella se ceba en la otra. Luego le abro la puerta de la calle, huele el aire fresco de la mañana y sale perezosa a envolverse en los aromas crepusculares.
Al ratito vuelve a entrar, fija sus ojos en mí, miro el reloj y le digo que no es hora aun de salir. Entonces me dice: he tenido un sueño.
­—Aaah, ¿era eso lo que no te dejaba dormir?
—He soñado que era tú.
-¿Qué tú eras yo?
La insistencia de la mirada me confirma que así era,  de modo que consumido por la curiosidad le digo que me cuente.
—Era, eras, muy pobre. Vivía de la gente, ya sabes: los vecinos que te conocen y te dan ropa, el bar que te obsequia con un bocadillo, el otro que te acerca unas perrillas… la señora que ayudas con el carrito… Pero no eras infeliz, al contrario.  Te sentías parte del barrio a tu manera. Y rico. Te considerabas rico porque tenías algo que era para ti lo mejor del mundo, lo más entrañable, confortable y cálido: un saco de dormir.
Solía dormir en parques, jardines, chaflanes de edificios, escaleras recónditas… Por las noches me recogía en el saco y allí, calentito y todo encerrado, con los ojos nada más al descubierto, contemplaba el paso del mundo. Abrigados, con botas, paraguas, impermeables… la gente pasaba delante de mí, o sea de ti, con paso rápido para refugiarse del tiempo en su casas confortables. ¿Serán tan confortables como la mía? —Pobre gente, pensaba yo. Salir, trabajar, ir y venir… Y yo aquí, en la mejor tele del mundo, calentito y confortable en mi portal, protegido de la lluvia, el viento y el frío…
El saco de dormir era el tesoro número uno de la vida. Lo cuidaba mucho. Cada mañana lo aireaba, lo doblaba  con cuidado, lo metía dentro de su bolsa de plástico… y me solía acompañar todo el día. Todo el mundo en el barrio conocía a ese personaje pegado a una bolsa.
Pero aquella mañana, al levantarme vi en el suelo un billete de lotería. Aquello de la curiosidad, ya sabes. No sin pereza me agaché a recogerlo, leí el número y… ya lo iba a tirar de nuevo cuando se me ocurrió mirar la fecha. ¡Cielo santo, es de hoy! De pronto la vida dio un vuelco. Y unas emociones que había perdido volvieron a mí con inusitado interés. Una de ellas fue la esperanza, otra fue la de la riqueza, otra fue la posesión de cosas materiales… Ya me veía con casa, coche, comidas, lujos… Aquellos abrigos, aquellas botas, aquel sombrero, aquella bufanda, aquella mesa llena de manjares… Sentí que mi alma se desasosegaba por momentos y lo que recibí con revitalizante alegría se transformó en una angustiosa sensación de ansiedad. De pronto habían vuelto a mí sensaciones y motivos que hacía mucho que había perdido Mi cabeza no paraba de dar vueltas y mis ojos no se apartaban del número y la fecha. Tal vez —pensé—, el sorteo esté ya iniciado y se sepa algo… Tengo que saberlo.
Nervioso, atolondrado, en las manos me molestaba todo menos el número de lotería. Dejé mis cosas escondidas en la bolsa del saco de dormir, entre los troncos de una espesa masa floral, en el jardín. Apenas era visible. Nadie se daría cuenta. Y me alejé de allí con el alma en vilo, tembloroso, empujado por las ansias y deseos descontrolados. Lo que creía perdido salía desbocado en busca de la felicidad. Por primera vez sentí que no era yo quien caminaba sino que mis pies se alejaban de mí con tal rapidez que yo tenía que hacer un esfuerzo por seguirles. Luego fue al revés. Era tal mi necesidad de llegar que los pies no daban abasto a caminar con la rapidez que les requería.
Veía la gente transitar, los coches, las tiendas. Incluso me pareció a alguien saludarme. Pero yo, con el corazón por delante, a punto de salírseme por la boca seguía y seguía incansable.
Sabía que había en la zona una céntrica plaza con un dispensario de loterías, donde en una pantalla en la calle se exponían los números que iban saliendo y los premios que recibían. Había gente allí. Mi ropa raída, mi barba sucia, mi olor a pobreza se me descubrieron ante tanta gente bien afeitada, arreglada, vestida y perfumada. Nunca antes me había dado cuenta. Alguno me miraba extrañado, y seguro que al ver mi número de lotería en la mano se preguntarían a quien se lo habría robado. Pero no importaban sus comentarios, sino mi ansiedad. Mis ojos devoraban los números, intentado encontrar el mío.
Fueron apareciendo números y más números. Se escuchaban comentarios “¡Yo tengo una aproximación!” “¡Yo una terminación! ¡Tengo los tres primeros números…! Decía otro. La alegría se contagiaba y también la ansiedad. Mis ojos no daban abasto a leer números. Cada vez había más gente, y muchos, la mayoría, con una o varias papeletas en la mano.
¡Cuánta gente tiene lotería! ¿La necesitarán? Todos van bien vestidos… No parece que la suerte les haya dado la espalda. La vida les sonríe. Y yo… yo estoy aquí, en busca de mi oportunidad. Esta es mi oportunidad. Hoy es mi día de suerte.
Pasaron las horas. Muchos se fueron. A veces tiraban el número al suelo, arrugado o roto. Finalmente quedé solo, mirando el cuadro luminoso con la lista de los números. No había caído nada. Unos pocos habían tenido aproximaciones o pequeños premios. Miré mi número y sentí un bajón terrible primero, y una enorme rabia después. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Los pobres… ¿no tenemos esperanza? ¿Nos olvidó la vida?
Sentí una fuerte presión en las sienes y unos golpes en los oídos. Me alejé de allí, despacio, con los pensamientos confundidos. Dolor, rabia, esperanza, amor, riquezas, bienestar, miseria… Todo mezclado, todo confundido en una soledad y un vacío estremecedor. La gente ya no me parecía tan próxima, ni la vida tan bella. Me sentí vacío.
En un instante recobré el sentido: ¡Mi saco de dormir! ¡Dios mío, mi saco!
Corrí, corí y corrí sacando fuerzas de mi desasosiego. Con los ojos desorbitados, la boca abierta reclamando aire, llegué al parque donde había pasado la noche. ¡Oh, dioses… los jardineros!
Por todas partes gente, mangueras, podadores, limpiadores… Era el día del parque. Le tocaba aseo al parque. Allá al final estaba el arbusto bajo cuyas ramas había dejado mi bolsa con mi saco de dormir, mi tesoro, mi vida, mi posesión, mi riqueza…  Corrí hacia él.
¡Noooo…! Grité. No estaba. Los empleados de la limpieza pública y los jardineros me miraban. Busqué la bolsa con angustia por todas partes, revolví todos los cubos de basura y entonces fue cuando sentí la pobreza absoluta. Me dejé caer al suelo, de rodillas, derrumbado, perdida la guerra de la vida. Ahora sí sentía el inmenso peso de la soledad y la miseria, el vacío más absoluto.  La vida ya no valía la pena.
Ni fuerzas para llorar tenía. Los ojos se secaron al instante. El suelo me parecía la única entrañable caricia en aquel mundo. Y en eso estaba cuando uno de aquellos empleados se me acercó.
—¿Busca usted algo?
—Una bolsa —contesté con desgana.
—Está allí, junto al camión de la basura. La vio el jardinero y pensó… que alguien la reclamaría…
Tardé un poco en reaccionar. La sangre volvía a mi cuerpo. Las células parecían querer vivir. Mis ojos enrojecidos se dirigieron hacia donde el hombre me señalaba y sí allí estaba. Allí mi sueño, allí mi vida, allí mi tesoro, allí mi posesión, allí mi tranquilidad, allí mis noches calientes, allí la paz y seguridad de mi hogar…
Cogí la bolsa, la abrí y contemplé mi saco, abrazándome luego a él, llenándolo de besos y entonces me cubrí con él como un manto real y volví a sonreír y a ser feliz.

Y colorín colorado este sueño se ha acabado.