martes, 23 de abril de 2013

NORA Y EL COLEGIO DE LAS HORMIGAS





Muchas veces, en nuestras conversaciones al amor de la luz del flexo, ya que no de la chimenea porque no tenemos, pero que debiera haber en todas las casas porque ayudan mucho a pensar (cuando yo sea jefe de estado la chimenea será obligatoria en todas las casas),   hablamos de los problemas que tenemos hoy en España. Ya saben, crisis y demás.  Pues bien, nuestro análisis sigue como siempre. Baja la prima de riesgo, suben los impuestos, sigue aumentando el paro, pero exportamos más que nunca, vienen muchos turistas, sigue habiendo mucho ladrón y gente sin escrúpulos en todas las capas sociales, hay banqueros que estafan, políticos que mienten, gente que roba a manos llenas, valores sociales necesarios desaparecidos en este río revuelto de intereses de partidos, gente que se aprovecha del poder para enriquecerse y luego tienen la desfachatez de decir que si ricos y pobres. República no, Monarquía tampoco. Desorden y desconcierto sí. Y demagogia a manos llenas… mucho. Palabras. Como decía la antigua canción italiana cantada por Mina: parole, parole parole…
A pesar de las razones económicas la crisis es una cuestión profunda porque afecta a un pilar esencial de la sociedad: la educación. Como los viejos edificios padecen de aluminosis y se rajan por todas partes, nuestra sociedad sufre de "educacionosis".  Y se resquebraja por todas sus costuras. Y es que sin educación, sin una buena educación,  no hay sociedad, sino panda de borregos. Repetimos siempre ella y yo la palabra mágica: E S E N C I A L. La educación es esencial. Entendiendo por educación todo. Todo es educar. El sentido de la justicia es educar. El sentido de la propiedad privada es educar. La honradez es educar.  No robar es educar. No despilfarrar es educar. No esperar que te lo den todo es educar. El esfuerzo, el placer del trabajo bien hecho es educar. Entender que en la vida hay que esforzarse para todo es educar. Que no hay que gastar más de lo que se tiene es educar. Atender en clase, escuchar al profesor, obedecer los hijos a los padres y no al revés es educar. En fin, tantas y tantas cosas que podíamos añadir a esta lista que sería larguísima y que llevamos años, lustros, decenios, borrando todo de ella. Hay muchas generaciones torcidas. Luego removemos cielos y tierra buscando culpables, haciendo equilibrios malabares con los ajustes económicos, enjuiciando y denunciando a estafadores de todo tipo… Pero el problema sigue ahí, latente. La sociedad, Nora, está enferma porque está mal educada. Educacionosis. Se le quitaron, gozosamente además,  los viejos valores con el pretexto de que eran viejos, osea, caducos, o mejor aún franquistas, y no se han sustituido por ninguno. Nos levantaron las faldas, nos quitaron la ropa interior con la promesa de un mundo diferente y lo que sucede es que no nos han devuelto ni siquiera la ropa y estamos en pelotillas desde hace mucho tiempo. No hay fundamentos, es decir, cimientos para construir una sociedad con los valores suficientes e indispensables para formar un mundo racional, lógico, ordenado en lo ordenable, animoso, innovador,  coherente, emprendedor…
― ¿Y en el colegio qué hacen los profes? Inquiere Nora.
La pobre busca racionalmente culpables, y puesto que le hablo de educación ella acude al inicio de la cosa, la escuela.
―Uy, Nora. Primero te diré que la primera escuela, y la que sirve para toda la vida es la casa. Los padres son los educadores máximos, y es allí donde se abonan los principios fundamentales de honradez contigo mismo y con los demás. Pero claro, los padres no son ajenos a la desgracia general, y andan también desnortados y descentrados. Y en cuanto a los profes en la escuela… te diré que han cambiado mucho. Y mal, claro. Los profes ya no son dueños de su tiempo, ni de su forma de trabajar. Antes cada “maestrillo tenía su librillo,” pero ahora menos que nunca los profes son libres para ejercer con sentido profesional, artístico y vocacional su labor. Las vocaciones son ahora contraproducentes. Es mejor la obediencia. Se busca al profe obediente. Los profes, ya lo sabes tú de otras ocasiones, están sometidos a un marcaje estrecho, un sistema rígido del que no pueden salir y ni siquiera moverse. Le llaman calidad. Sí, ya sé que es una “parajoda”, que diría Marujita Díaz. Pero todo concuerda. Imagínate que alguien quisiera que la sociedad funcionara como lo hace, es decir, con gente sin valores que relativiza todo, incluyendo la propia vida. Pues hace falta que eso se vaya haciendo desde pequeñitos. Y para eso hace falta que los maestros no puedan salirse del sistema, no fuera que alguno, rebelde, consiga formar gente capaz, pensante, decidida, responsable, trabajadora, honrada, noble y eficaz. Sería el empezose del acabose, Mafalda dixit.
― ¿Y cómo hacen eso?
―Pues ya te digo, metiendo al maestro en una cadena de montaje que se llama calidad de la gestión escolar. Incluso le ponen normas. 9001. Jaja. Industrial a tope. Ya no hay padres y alumnos, hay “clientes”. ¿Podrán hacer los coles la semana fantástica? Jaja.
― ¡No xodas!
―Así es. Como si fuesen una inspección de ITV, un taller de repuestos, un supermercado… Qué sé yo. Ya sabes mi opinión: de artista maestro a obrero industrial. Antes cantábamos con cachondeo aquel pasodoble torero emulando la banda de música en la plaza: de torero me meto albañil… chinta, chinta chinta chin. Pues bien, ahora es: de maestro me meto a industrial, chinta, chinta, chinta, juaaaa.
Nora se parte de risa ante mi sorna, aunque pronto cambia por una expresión tristona porque sabe el tono amargo con que lo digo.
―Y los profes, Nora, para estar bien controlados en esta misión suicida, pasan cada año ¡¡dos auditorías!!
― ¡No xodas!
―Así es. Dios nos podrá juzgar una vez, pero los auditores juzgan dos veces cada año a los profes. Más que Dios. Imagina a un señor/a que te hace traer tres mil folios llenos de datos, registros de todo tipo, programaciones, actividades, calificaciones y mil etc. más. Algunos llevan carritos de la compra para poder llevar todos los papeles. Y entonces viene ese vigilante de la pureza del sistema corruptor y te dice:
----- Entonces… ¿cómo ha desarrollado este objetivo, qué actividades ha desplegado en la clase y con qué tipo de preguntas ha evaluado usted su consecución? Y los profes se quedan a cuadros. Pero luego les piden los registros de faltas, las reuniones de padres, y las otras, los acuerdos, como controla la información de los padres que no acudieron, etc. etc. etc. Vamos, ni la Gestapo pregunta tanto y tan finamente cuestiones tan importantes. Esto sumerge a los profes en un mar de papeleos del que no levantan cabeza. No hay tiempo ni de enseñar. Jaja.
Y entre tanto papeleo, Nora, los niños ni saben más ni mejor. Es decir menos y peor. Y ahí están las pruebas de exámenes que se recogen en los informes internacionales. Pero sobre todo, Nora, ahí está la sociedad. Es un efecto lógico.
Imagina por un momento Nora, que la inspectora jefa de las hormigas, visita un hormiguero, y ve a una esforzada hormiguita que trae afanosamente una pajita, con la sana intención de ayudar en la despensa invernal. Y de pronto la jefa inspectora le dice: Sí, ya veo que trae usted una pajita con esfuerzo al hormiguero, pero supongo que usted me podrá decir, por dónde ha venido, qué camino ha recorrido, qué charcos ha rodeado, qué piedras ha subido, qué peligros ha evitado, de cuántas pisadas humanas ha huido, cuántos pájaros ha evitado, cuantas veces se detuvo a charlar por el camino, cuantas otras briznas de pajas dejó caer, qué parte se comió usted, cuánto tiempo perdió en recorrer la distancia… Imagino que usted lo tendrá todo registrado en un… diario de a bordo.
Piensa por un momento, Nora, la cara de esa hormiguita, que con tanto esfuerzo y evitando tantos peligros ha logrado llegar al hormiguero aportando una pajita.
―Que se le quitan las ganas de volver a por más.
―Efectivamente, Nora. Menos mal que no tiene semejantes auditores y en el colegio de las hormigas las profes no pierden el tiempo, las ganas y la ilusión,  y así instruyen bien a las hormiguitas a orientarse por el sol, por la olor de sus compañeras de hormiguero, por el rastro en el suelo,  les enseñan a ser valientes, a distinguir entre pajitas buenas y malas, a buscar los lugares mejores donde pueden encontrar comida, a resolver el problema del agua de la lluvia que intenta meterse en el hormiguero, a tenerlo siempre limpio, ventilado, útil. Les educan para ser eficaces en su sociedad. Todas son una familia y viven de unos valores sociales sólidos.
―Entiendo.
―Pues ya ves, Nora, hasta una hormiga sabría hacer las cosas bien. Y nosotros, ¿por qué no?
―Me parece que me lo pones en la boca. Ellas tienen la generosidad de servir a su sociedad, la sana alegría de sentirse útiles, la grandeza de aprender cuanto les enseñan sus profes… la falta absoluta de demagogia…
―Así es. Los enseñantes son por naturaleza gente generosa. El arte de enseñar es un acto de generosidad constante por parte de todos. La pasión de aprender y la pasión de enseñar se honran mutuamente. No se puede enseñar sin esa cualidad que se transmite por la propia sociedad, porque es un valor esencial en ella, que está en el aire y que todo el mundo respira. Igual que en el hormiguero se premia la laboriosidad. Por eso los alumnos (la sociedad, a fin de cuentas) lo adquieren como modelo y en las sociedades avanzadas no se da tanto la vagancia, la mangancia, la delincuencia, la desidia, la demagogia, la…
Saber vivir es un arte, Nora.  Y para saber vivir el arte de la vida con la pasión, generosidad y vergüenza necesarias hay que estar bien enseñados, bien educados. No perder el tiempo en burrocracias inútiles que malgastan tiempo, esfuerzo y dinero. Y estafan a la sociedad que dicen servir.
― ¡Como en la escuela de las hormigas!
― Efectiviwonder, Nora.

martes, 9 de abril de 2013

NORA Y LA REBELIÓN DE LOS CABLES



Nora intentó venir a mí, como cada mañana al despertarse, dispuesta a darme los buenos días con los lametones de rigor, pero enredó las patas traseras en los cables del ordenador, mezclado con los aún presentes de la difunta impresora, más los cables del teléfono, más los cables del flexo, más los cables de los cargadores del móvil, más los cables  del disco duro externo, más los cables de la televisión, más los cables de otra lámpara de pie, más los de otro segundo flexo, más los de la radio, más los de…
Enredada como mosca en tela de araña, incapaz de salir de allí y de entender por qué demonios los humanos estamos rodeados de cables, de tantos cables, se debatía la pobre levantando las patas, unas y otras a ver si la suerte le desenredaba pero conseguía todo lo contrario. Lo que en principio me causaba risa, poco a poco, viendo el sufrimiento de la perra, me produjo inquietud. La pobre me miraba con esa carita de pena que pone a veces, cuando espera que yo sea la solución a sus problemas. Los cables parecían tener vida propia. El lío fue tan grande que tuve que tomar parte en el asunto, y comenzar a desliar por un lado intentando saber de donde era cada cable. Eso sí, acordándome de las madres de los cables en cuestión.
Cogía un cable, que partía de un sitio, y lo seguía con la mano deslizándola por él hasta que al llegar a un cruce de cuarenta cables, era incapaz de encontrar donde seguía el que tenia de origen. Y vuelta a lo mismo, pero con otro cable. Tal vez si encontrara uno fácil… Todo es cuestión de paciencia, de ir uno por uno. Roma no se hizo en un día, así que un lío era solo cuestión de paciencia.
Y entre taco y taco, los pu…os cables y esas cosas, me recordaba aquello mis días de pescador, cuando en una barca parada, a merced del sube y baja de las olas, estuve intentando deshacer un enredo de hilos de pescar. El resultado fue que el estómago primero, y la cabeza después comenzaron también un sube y baja, un revoltijo de tripas y un mareo de tres pares de nísperos seguidos de una vomitona. El lio quedó allí, pues la persona que iba conmigo acudió en mi ayuda con una tijera, cortó el hilo y así pude deshacerme de él pues ya el enredo me comía hasta la cabeza.
Pero esto no se puede hacer con los cables eléctricos. Está claro. Así que estaba en esas otra vez pero con la única arma de la paciencia.
Y como si tuvieran vida propia no la dejaban salir. Ella, que solo quería llegar hasta mi para darme los buenos días. Pobre victima de sus sentimientos.
Intenté desenchufar todos los cables. Todos, dejando todo apagado, para poder tocar los cables sin miedo a romper nada o a que me dieran un calambrazo. Durante un rato estuve deshaciendo líos, lazos, nudos, pasando por delante y por detrás, ahora por aquí, y este lo saco por allá, y este otro lo vuelvo atrás, y este lo saco por delante, y ahora… ¡Al fin!... ¡Uno libre!
Hasta Nora movió el rabo viendo que aquello, aunque lento, iba desenredándose. Así estuvimos largos minutos, volviendo y revolviendo, siguiendo caminos confusos que nos hacían volver atrás una y otra vez.
La impaciente paciencia, unida al azar nos llevó a desenredar otro. Y así cada vez que uno salía del enredo lo celebrábamos con un alborozado grito de euforia y un taco contra los malditos cables.
Nora pudo salir al fin, y vino a mí, mansurrona, lamiéndome las manos hasta dejármelas todas mojadas y chorreantes.
Luego, cada vez que pasaba por el montón de cables, los rodeaba, temerosa de volver a caer en la trampa de aquella viuda negra que semejaba el nudo de cables.
Pasó la tarde y llegó la noche. La cama nos acogió en santa bendición de paz y cerré los ojos cuando ya Nora roncaba.
Al rato sentí un roce en mi escaso pelo, como una ráfaga de aire               que de pronto te hace estremecer el cabello. Supuse que habíamos dejado la ventana abierta y asomé los ojos pesadamente por encima del nórdico para mirar la ventana. Y de pronto, sobre mi frente, un latigazo.  Dioses, qué dolor. Creí que algo me había caído encima. Pero ¿el qué? Sobre mí no hay nada ―me dije. ¿El techo tal vez? Asomé los ojos aterrorizado, mirando el techo, no vi nada anormal, así que intenté sacar más la cabeza para descubrir qué diantres estaba ocurriendo allí. Y de pronto, junto a mi oreja, ¡zas! Otro terrible latigazo.
Joder, esto ya es algo más que raro. Está claro que allí había alguien que me hacía estas cosas. Pero lo extraño es que Nora no lo descubriera.  Comencé pues a inquietarme, y nervioso, retador, intentado coger el toro por los cuernos y enfrentarme a lo que fuera, saqué el rostro completamente fuera, en un arrebato de coraje. Cuando dos poderosos latigazos, uno en cada parte de la cara me la cruzó con gran dolor. Me oculté bajo el edredón, quejándome del daño.
Estaba “acongojadito”, ya saben. Era evidente que alguien había allí, y tal vez no uno, sino dos. Y de pronto, cuando estaba metido dentro del grueso edredón, con la cara dolorosamente cruzada por aquellos latigazos, voló el edredón por los aires cogido por unos extraños seres, largos y negros, como… como… como ¡cables eléctricos!
Parecían culebras, horribles, delgadas, flexibles serpientes negras que enredaban las esquinas del edredón y lo levantaban. Y nada más levantarlo cayeron sobre mí, a latigazo limpio. Yo intentaba cubrirme la cara con las manos, pero incluso las manos dolían ante los latigazos, y luego todo el cuerpo.
Huyendo desesperado de aquello, me levanté y corrí al salón, todo agitado, nervioso, asustado, sin comprender nada. No tuve tiempo de ver a Nora. No decía ni hacía nada. ¿Estaría muerta? ¿La habrían matado ellos?
Otra lluvia de latigazos cayó sobre mí, golpeándome por todas partes, y eran tan dolorosos que en cada uno de ellos aullaba como una bestia. Y aunque me tapara la cara y la cabeza me llovían por todas partes. La flagelación duró unos instantes inacabables, en los que yo, a trancas y barrancas, entre ayes y restallidos  de látigos logré zafarme de ellos; corrí al aseo cercano y me escondí dentro, cerrando la puerta. Me vi en el espejo. Estaba blanco, asustado, y sudaba. La cara la tenía llena de surcos rojos, ensangrentados, y sobre el cuerpo, a pesar del pijama, se veían igualmente regueros de sangre y moratones. Me dolía todo y temblaba de miedo.
Si mis ojos no daban crédito a lo que veían, mi cerebro era incapaz de entender nada. Y esa incapacidad de comprender era lo que más horror me producía en aquella ya de por sí aterradora situación.
Al momento oí golpes en la puerta del aseo. Los latigazos sobre la puerta eran tan furibundos que comprendí que la situación se ponía cada vez más peligrosa para mi vida. Comprendí que estaba atrapado y que estaban intentando romper la puerta a trallazos, para luego romperme a mí de la misma manera.
Angustiado miré por todas partes. Ya no intentaba comprender, sino huir. El ruido de los golpes era ensordecedor. Miré la ventana, y aunque la altura no era aconsejable me dije a mi mismo que más valía romperse algo que morir desollado a latigazos. Más cuando mis manos comenzaban a subir la persiana restallaron las varillas de plástico bajo fortísimos latigazos. Estaban también allí. Estaba rodeado.
Ahora sí, mi cabeza, ante una muerte segura intentaba, ya que no había escapatoria, encontrar una explicación, pero no la había, nada de aquello tenía lógica.
Comencé a escuchar ruido extraños por el interior de los sanitarios. El lavado hervía en su interior, la taza del váter… Me dije a mi mismo que era imposible, que no podía ser cierto, que no era una realidad. Pero cuando la tapadera del váter se levantó de golpe, con una furia increíble, como si fuese desplazada por la furia de un puñetazo y se rompió, y salieron por el váter multitud de aquellos largos y negros látigos, que comenzaron a fustigarme por todas partes… vi el final. La cara me estallaba en cada uno de los golpes, y el espejo, en la huida de una mirada lo encontré salpicado de sangre. Y el suelo, y las paredes…
Supe que iba a morir. En la puerta sonaban los latigazos cada vez más fuertes, y cuando se abrió a base de golpes fortísimos, uno de aquellos látigos negros se enredó en mi cuello. Yo intenté zafarme de él, pero a cada movimiento de defensa una lluvia de latigazos caía sobre todo mi cuerpo, y no tenia manos para defenderme, y las fuerzsa me abandonaban y la voluntad se me iba por momentos…
Grité, grité, grité ¡¡Socorroooooo…!!
En la desesperación logré abrir los ojos, llenos de sangre… Y me encontré a Nora, encima de mí, dándome besos en la cara, en las manos…
Mi corazón, a punto del infarto, mi cuerpo enfebrecido, el sudor recorriendo todo mi cuerpo, la respiración agitada…
Miré a mi alrededor, aún confuso, y no había nada. Un sueño, una pesadilla. Nora, asustada al oír mis gritos y convulsiones se había despertado y me ofrecía la paz y el sosiego de su cariño, que fue lo que me devolvió a la vida.
Cables, cables, cables… Cada aparato lleva uno o varios, y cada vez tenemos más y más… Quién sabe si algún día tendremos la “Rebelión de los cables”.

                                                   FIN

lunes, 8 de abril de 2013

NORA Y EL CASO DEL SEÑOR DREYFUS PARTE 3



PARTE 3


El clima de Londres puede ser estupendo para las hortensias, pero para Watson y para mí era un enemigo común. Serían las doce de la mañana cuando llegamos a la mansión del señor Dreyfus. Mortimer nos recibió en la puerta, recogió el abrigo de Holmes pero Watson no quiso que hiciera lo mismo con el suyo y le comunicó el deseo de pasear un rato por el magnífico jardín. Mortimer estaba especialmente satisfecho de su trabajo en él y Watson, contagiado por la idiosincrasia de Holmes encontró una oportunidad para preguntarle a nuestro jardinero sobre la variedad de plantas y el uso de los insecticidas… Mortimer se ofreció encantado, satisfecho de que alguien reconociera su labor.
Durante el paseo por el jardín, Mortimer se explayó a gusto hablando de las hermosas variedades de flores, de cuánto le gustaban a la difunta señora Dreyfus sus hortensias, de cómo se preocupaba de los abonos, de cómo estaba al tanto de los insectos que según la época del año atacaban a sus plantas… Fue aquí donde intervino Watson.
― ¿Emplea mucho insecticida, Mortimer?
―Solo cuando se acerca la estación peligrosa, doctor, que es el inicio de la primavera. No solo florecen las plantas, sino también se desarrollan los insectos que viven de ellas, naturalmente. Entonces sí, las rocío con una mezcla de varios productos, todos ellos disueltos en agua.
― ¿También arsénico?
―Naturalmente, aunque a la señora Dreyfus le preocupaba que el veneno se quedara en las flores y perjudicase a las abejas, y pájaros, por ejemplo.
― ¿Quiere decir que no usaba demasiado?
―Eso es. Ella lo controlaba mucho. En cambio el señor Dreyfus lo usa mucho para sus helechos.
― ¿Mucho?
―Bastante. Él mismo controla la operación, porque no quiere que yo intervenga para nada en su invernadero. Dice que es un hobby, y que como tal, él hace y deshace a su antojo.
Al llegar al invernadero Mortimer abrió la puerta para que pudiésemos contemplar la belleza exuberante de los helechos. En ese momento yo hice de las mías y comencé a estornudar.
―Vaya, hay algo aquí que irrita la mucosidad de la perra ―comentó Watson.
―Debe ser el arsénico, ya le digo que se emplea mucho en los helechos.
Una vez lejos dejé de estornudar y Watson se quedó con aquellas palabras de Mortimer sobre los helechos y el arsénico.
En estas conversaciones pasó casi una hora. Al fin una criada vino al encuentro para comunicarnos que el señor Holmes quería marcharse.

En el coche, Holmes contó que había advertido en Dreyfus una cierta atracción hacia la señorita Olsen. La prueba era la cantidad de regalos que le había hecho. Regalos de todo tipo. No solo le había comprado algún vestido, también alguna pequeña cadena de oro y la pipa, a la que la aficionó. Semejantes regalos no se hacen sin sentir algo por una persona.
Holmes estaba abstraído en sus propios pensamientos cuando Watson contó su experiencia con el jardinero.
―Así que ya sabemos cuál es el motivo de que Nora estornude: el arsénico.
Fue como un golpe en su cabeza. Como si un ladrillo cayera sobre un hombre dormido despertándole al instante bruscamente.
― ¿Qué ha dicho, Watson?
Watson volvió a referir la historia desde el principio
―No, eso no, Watson. Lo último, repítame eso último.
No ha habido noche más intensa en mi vida. Holmes no pegó ojo, empapándose en su libro de plantas, fumando sin parar y mirando continuamente el reloj. Watson durmiéndose en el sillón, dando cabezadas y despertándose a cada instante. Holmes se levantaba del sillón, dejaba el libro sobre la mesa y paseaba por la habitación dando grandes bocanadas a la pipa. Luego volvía a sentarse a leer. Más que leer se diría que devoraba el libro.  Y fumaba, sin cesar. Toda la estancia olía a tabaco… Y de pronto…
― ¿Se ha dado cuenta, Watson?
―De qué ―contestó un cansado y ojeroso Watson.
―De que Nora no estornuda a pesar de que está lleno de humo.
La madrugada nos sorprendió a todos con una cara de sueño que nos hacía impresentables. Sólo él, Sherlock Holmes, había vencido a Morfeo. Tenía los ojos tan abiertos, tan claros y de mirada tan penetrante, que casi daba miedo verle.
―¿Qué hora es Watson?
―Las siete y cuarto.
―Bien, tenemos tiempo de arreglarnos, desayunar y acercarnos a casa de los Dreyfus. Pasaremos a recoger al inspector.
Los perritos no desayunamos, pero la señora Hudson, que había estado también despierta a causa del continuo caminar de Holmes, me había preparado unas cuantas galletas. Me dio a comer unas de ellas y las otras las envolvió en un papel de periódico y se las encomendó a Watson, Sabía que Holmes estaba bastante enfrascado en el asunto como para recaer en estos pequeños detalles. Luego salimos los tres en busca de un coche de caballos.
Un cupé verde de cuatro plazas nos acogió a los tres y Holmes le indicó que pasara por la comisaría del distrito. Cuando el inspector subió, supo que algo iba a ocurrir. El silencio era total. Tan solo las miradas de Watson indicaban que cuando Holmes estaba en trance, había que estar callados y esperar. Y eso sucedió.
El señor Dreyfus se asombró de vernos allí tan temprano, pero se deshizo en simpatías e incluso se permitió acariciarme la cabeza. Holmes nos reunió a todos en la biblioteca, incluyendo a Mortimer.
―Señores, el caso está resuelto. Debo decir que la sofisticación del caso ha supuesto un reto a mi imaginación. Y debo decir también que he contado con dos colaboradores de lujo: mi querido doctor Watson, y Nora, la auténtica descubridora del asunto. Inspector, ¿sigue cerrada la habitación de la señorita Olsen?
―Cerrada y precintada, señor Holmes.
―Pues creo que ha llegado la hora de que hagamos una visita a esa habitación.
Nos dirigimos allí, todos en silencio. La cara del señor Dreyfus era todo un poema. Mortimer estaba un tanto excitado. Yo caminaba de la correa que sujetaba Watson. El inspector cortó los precintos habituales que sellaban la puerta y entramos. Mortimer descorrió las cortinas y entró la luz. Todo estaba en su sitio, y allí, descansando sobre la mesita, estaban la pipa y la bolsita de tabaco.
―Ven Nora, me dijo.
Me puse contenta porque me llamara y me acerqué moviendo el rabo, en el mismo instante en que Holmes cogía la bolsa de tabaco y la acercaba a mi nariz.
―¡Chorft! ¡Chofrt
Holmes apartó enseguida la bolsita de tabaco e indicando a todos que le siguiéramos nos dirigimos al jardín, o más concretamente al invernadero. Una vez allí, y nada más entrar, volví a estornudar otra vez, ante la mirada impasible e incrédula de los allí presentes.
―Les diré ―contó Holmes―. La señorita Olsen murió por intoxicación de arsénico. ¿De dónde procedía? De los helechos.  Señores, los helechos del señor Dreyfus son de la variedad Pteris Vittata, que es capaz de tolerar mil veces más arsénico que otras plantas. Esta planta inocente, absorbe el arsénico del suelo, que con tanta magnanimidad le ofrecía el señor Dreyfus y lo lleva a las hojas.
―Me está usted culpando a mí, señor Holmes ―exclamó indignado Dreyfus.
―Sólo usted, señor Dreyfus, entraba en este invernadero, y solo usted se encargaba de estas plantas. Entonces solo usted puede haber conducido el veneno hasta la señorita Olsen.
―Vaya, ¿y como lo hacía? ¿Acaso se lo ponía en la ensalada?
Entonces Holmes pasó la mano por las frondas de las plantas, regodeándose en el momento, y volviéndose a su público nos dijo:
―Recuerden ustedes que la perrita ha estornudado ante una bolsa de tabaco que evidentemente contiene arsénico. Solo su sensibilidad a este veneno nos lo ha podido descubrir; y vean ustedes también que en unas plantas tan sanas, y que disfrutan de tantos mimos y cuidados, hay hojas que apenas tienen frondas… ¿Dónde están?
La pregunta quedó suspensa en el aire, un aire denso, una atmósfera pesada que dejaba traslucir el momento importante. Y la voz de Holmes, sentenciando con sus palabras, como una pesada losa que cierra el caso…
―En el tabaco. Sí, señor Dreyfus, usted fue quien la condujo a fumar en pipa, y usted la proveía del tabaco, y usted mezclaba con él las hojas de los helechos que lentamente le produjeron la muerte. Y todo por celos, señor Dreyfus. Usted estaba enamorado de ella, pero la señorita Olsen, al igual que con Mortimer, prefería la cantidad a la calidad, y usted no lo consintió y urdió, desde la muerte de su esposa esta trampa mortal que ahora se ha consumado.
―Queda usted arrestado por el asesinato de la señorita Olsen ―añadió lacónico el inspector.
―Por cierto ―añadió Holmes― yo que usted, comisario, reabriría el caso de la señora Dreyfus. Un hueso de melocotón tan profundo… nunca se ha dado el caso. Eso huele también a asesinato.

El paseo por la orilla del Támesis nunca fue tan delicioso. Holmes y Watson reían cada carrerilla mía, cada ladrido, cada movimiento de rabo. El aire era puro y limpio, los amigos estaban felices, y vi como me miraban con complicidad, como algo más que una mascota. Ahora éramos tres luchando contra el crimen, contra la maldad humana, contra…
―¡Ey, Nora! ―me dijo Watson―. Aquí tienes las galletas que te hizo esta mañana la señora Hudson. Mira: una F, una I, y una N. ¡Léela,  Nora!  FIN
Y yo leí  ¡Guuauu!













domingo, 7 de abril de 2013

NORA: CONSUMO, LUEGO EXISTO



        
En las mañanas soleadas de esta primavera, a menudo maravillosas, paseábamos cerca de las calas. Para nosotros, sin duda, es lo mejor de este paisaje costero. Las rocas, con sus formas caprichosas y sus colores, con esos arcos de mar que se meten en la tierra como pequeñas lenguas que lamen la orilla rocosa, unas veces entre acantilados y otras en recoletas  playas pedregosas dan a este paisaje una magia especial. Tal vez suceda eso porque nosotros hemos conocido este mundo cuando era prácticamente virgen y nos empeñamos en seguir viéndole el alma a estos  parajes singulares. Luego descubrimos que las calas no tenían alma, que era la nuestra la que andaba en ellas, gozándolas. Íbamos a las calas a encontrarnos con nosotros mismos. Las calas las hemos caminado todas, las hemos olido, inspeccionado,  visto… Hemos encontrado en cada una de ellas preciosos tesoros que enriquecían la imaginación infantil. Cristales redondos de todos los colores, desgastados por frotamiento causado por las olas y las piedras; pequeñas orejas de mar con que hacer medallas marineras; conchas de caracoles extraños, corchos con los que construir barquitos y ruedas para bañarse atadas a la cintura, exóticas garrafas de vinos lejanos, maderas llenas de percebes, restos de barcos, de redes de pescadores…
―En aquellos tiempos, Nora, no teníamos nada, pero lo teníamos todo. Los niños teníamos sobre todo el gran don de la imaginación, y jugar con  cualquier cosa que la fantasía transformaba en un precioso sable, una certera escopeta, un barquito de vela estaba al alcance de cualquier niño. Y era gratis. Imagínate ahora, Nora, a los chicos, pegados todo el día al móvil, a la consola, la tableta, el ordenador y los mil juguetes electrónicos, todos ellos tan sofisticados, perfectos y maravillosos, que no hay que inventar nada, no hay que crear nada. Pero sí que absorben todo tu potencial creador y lo duermen, o destruyen…
―Menos mal que Dios no tenía una videoconsola ―dice Nora―, porque su imaginación se habría visto empobrecida y no le habría hecho falta crear el mundo.
―Jajaja. Es cierto. Quizá Dios se aburría solo en su inmensidad y quiso hacer algo y “alguienes” con los que compartir. Crear, Nora, dices bien. Esa es la palabra. ¿Cómo puede nadie dormir cada día sin haber creado nada? Estamos hechos para la creación Nora. Sin duda Dios en la Gran Creación, pero nosotros en la pequeña.  Qué sería de nosotros sin los creadores, esos humanos imaginativos que un día inventaron la lavadora, por ejemplo, ese invento maravilloso cuyo creador debería tener un monumento pero que no lo veo por ninguna parte.
―Ahora, a pesar de la crisis, hay más cosas que nunca. No sé ―se explica Nora― si todo eso vale para algo, pero desde luego tiene atareados a muchas personas. Cada día salen aparatos nuevos.  Los aparatos electrónicos están diseñados para que duren un par de años, y luego simplemente quedan obsoletos, porque han salido muchos nuevos, con nuevas tecnologías capaces de hacer no sé cuantas cosas más…  
―Claro, Nora. Y a ver quién es el guapo que se queda detrás, anclado con su móvil de ladrillo en la oreja, cuando hay otros que hacen de todo, menos hacerte la comida. Así que hemos descubierto que una de las formas más sibilinas de esclavitud es esta necesidad que nos crean de estar siempre comprando la última novedad de lo que sea.  No nos dan descanso. Es un vicio, una necesidad artificial. Ya no somos felices si no disponemos de la última tecnología.  Si no la tenemos nos sentimos desgraciados, apartados de la sociedad, marginados,  y por nuestra mente no corre más que la idea de llegar a esa cosa para sentirnos felices… como los demás.  No quedarnos detrás. Avanzamos todos como esos bueyes que arrastran un pesado carro unidos por el yugo. Aquí el yugo que nos une es la necesidad de consumir, y eso hace que tiremos del carro de la vida, repleto de cachivaches.  Es una vida fatua, de puertas para afuera.
―Consumo, luego existo.
―Eso es, Nora. Dices bien. El consumo por el consumo. Además, nosotros somos los que fabricamos, consumimos, compramos, producimos todos los cachivaches, y nuestra prosperidad pasa porque se vendan, porque se compren. La vida ya no es solo ese carro del que hablábamos, además es que sin ese carro la vida sería incluso peor, porque no podemos ya prescindir de él. Hemos caído en una fenomenal trampa y no podemos más que seguir adelante. Yo fabrico, yo consumo, yo fabrico, yo consumo…  Si fabrico más, estoy obligado a consumir más. Etc. Y así vivo. Luego si quiero seguir viviendo… tengo que seguir fabricando y consumiendo al mismo tiempo. Ese es el dilema de las clases medias, Nora, sobre cuyas espaldas recae la grave responsabilidad de mantener este tinglado que a la vez que le da la vida, le da…
―¿La muerte?
―No sé si la muerte, pero si estamos en un callejón sin salida.
―A eso se le llama estar cogidos por los…
―Cotiledones.
―La única salida que veo yo ―dice Nora― es la aparición de un nuevo humano, más puesto en las verdades auténticas, más acorde con la condición humana más elevada. El arte, la amistad, el amor, la creación, las relaciones entre personas… Veo que cada vez los humanos sabéis más de las cosas y menos de vosotros mismos. Os estáis olvidando de vosotros.  Vosotros sois vuestra primera ignorancia. Desapareció la búsqueda de la verdadera felicidad del hombre y se encontró una finalidad más sencilla: la búsqueda de la felicidad poseyendo cosas. Vosotros no sois máquinas. Lo vuestro es otra cosa. ¿Por qué no os rebeláis? No os podéis relacionar con el mundo a través de la simple posesión de las cosas… Recuerda lo que decía Aristóteles: “el alma es aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos”…
―No sigas Nora. Nadie te va a escuchar. El ser humano ha desaparecido clasificado en clases, como se clasifican las hojas de las plantas por sus bordes. El hombre es hoy un simple orden taxonómico. Las clases medias han desaparecido y en su lugar no hay más que espaldas mojadas sobre las que cargar el enorme peso de la volubilidad.
El maestro Aristóteles, que te gusta tanto, también decía… “Somos lo que hacemos día a día. De modo que la excelencia no es un acto sino un hábito.” Y el hábito lo perdimos Nora, sepultado en un mar de cachivaches.
Nos quedamos en silencio, mirando ambos el horizonte del mar, siempre tan grande, tan extraordinario, tan azul, siempre allá lejos, muy lejos… Da gusto perder la vista en el horizonte. Es como vaciarse de todo lo malo y convertirse en un nuevo propósito.
―Hay que unirse al horizonte Nora, es la única forma de escapar.

                                                FIN

NORA EN EL CASO DEL SEÑOR DREYFUS. PARTE 2


Yo nunca había estado en un asesinato, y menos aún en una investigación, pero cuando paseaba con Holmes por el parque apareció un coche de caballos que se detuvo a nuestro lado.
― ¡Holmes ―gritó Watson― suba al coche! ¡La policía requiere su presencia en un caso!
Y así, sin más, entré en el coche siguiendo a mi amo. Olí a Watson, que me acarició la cabeza mientras explicaba acelerado a Holmes…
―Hace rato que le espero pero como no venía salí a buscarle. Me llamó el inspector O’Brian. Ha muerto en casa de los Dreyfus el ama de llaves. Apareció muerta en su cama sin aparentes signos de violencia.
―¿Muerte natural o asesinato?
―El inspector no lo tiene claro, por eso le llama a usted.
― ¿Algún sospechoso?
―El señor Dreyfus hizo algún comentario en que ella y su jardinero… podrían mantener alguna relación… En principio… no hay más.
La mansión de los Dreyfus quedaba algo alejada, en uno de aquellos barrios residenciales del Londres capitalino donde abundaban los grandes parques públicos y los hermosos jardines privados a orillas del Támesis. Fue un hombre muy rico, pero la competencia le había mermado bastante los negocios. No obstante al señor Dreyfus se le podía considerar todavía como un hombre de vida bastante acomodada y conservaba aquella casa como un recuerdo de su esposa y de lo que fue su imperio. La hermosa mansión tenía fachada de ladrillo caravista oscuro, tejas negras de pizarra, grandes ventanales blancos que resaltaban entre el marrón oscuro de la pared, varias altas chimeneas… Todo lo suficiente para marcar una posición social consolidada a base de comercio con América en sus propios barcos: té, café, tabaco, azúcar, cacao, algodón, lana… y un largo etc. de materias primas o productos manufacturados.
El señor Dreyfus había enviudado hacía un año y medio. No solía hacer mucha vida social, y la mayoría de la gente que le conocía achacaba a la muerte accidental de su esposa el estado de ánimo taciturno del señor Dreyfus así como el progresivo abandono de sus negocios. Por lo visto su mujer murió al atragantarse con un hueso de melocotón. El abatimiento del señor Dreyfus fue tal, que no quiso siquiera que le hicieran la autopsia, pues el forense halló en su inspección ocular el hueso de melocotón alojado justamente en el hioides.  “Muerte por obstrucción laríngea”, fue el parte médico.
La casa tenía una gran planta baja, otra superior y un semisótano, con pequeños ventanales que daban a la calle o al importante jardín, capricho de su esposa, donde se cultivaban las hortensias más hermosas del contorno y donde el señor Dreyfus, en su invernadero, cultivaba su otra pasión, los helechos gigantes.
En este semisótano, digo, vivía la servidumbre de la casa, formada por un ama de llaves, un jardinero, dos limpiadoras, una ayudante de cocina y la cocinera. El jardinero tenía además otras funciones, sin duda alguna porque el señor Dreyfus no podía contratar a más gente sin socavar su presupuesto anual. Por ejemplo hacía las veces de mayordomo, cochero y un largo etc. según las necesidades de la casa.
Toda la casa estaba rodeada de una verja soberbia que le daba un aspecto señorial, de solvencia económica.
Al bajar a la habitación de la señorita Olsen, Holmes y Watson la encontraron en la cama, vestida según el uso de la casa, tendida como si acabara de dormirse. Holmes se la quedó mirando, escrutando con sus ojos claros cada uno de los pliegues de su vestido, la postura sobre la cama, la ropa de esta y los muebles que acompañaban aquel dormitorio. Sobre la mesita de noche una pipa, una bolsita de tabaco y otro objetos personales.
―¡Chorft! ¡Chofrt!
Todos se volvieron a mí, porque yo fui la causante de ese ruido. Había estornudado porque me picaba la nariz. Holmes miró a Watson y este le dijo:
―Debe haberse resfriado, con estos fríos…
Con un gesto, Holmes pidió a Watson que me sacara de la habitación, así que llevándome de la correa seguí sus pasos hasta el hermoso jardín.
En la habitación, el inspector y Holmes hablaban sobre pistas, sobre sospechosos… Holmes observó unas manchas que la señorita Olsen llevaba en la cara y en las manos y preguntando a los otros sirvientes de la casa ninguno recordaba haberla conocido con aquellas manchas, así que Holmes llegó a la conclusión de que le habían salido mientras vivió y trabajó en casa de los Dreyfus.
―¿Qué opina, señor Holmes?
―A falta de lo que digan los forenses, cuando le hagan la autopsia, me inclino a pensar que esta mujer ha sido envenenada, o ella se envenenó sin saberlo, inspector.
―Por qué dice usted eso?
―Por las manchas de su cara. Me recuerda al envenenamiento por… arsénico.
―Entonces… es un asesinato.
―No se precipite, inspector. Debo hacer algunas comprobaciones antes de afirmar mi sospecha. Si fuera así, el siguiente paso sería interrogar a todos los habitantes de la casa, pues todos serían sospechosos incluyendo al señor Dreyfus. Hace falta saber quien tenía motivos para hacerlo. Por último averiguaremos cómo lo hizo. Pero antes el médico forense debe confirmar mis sospechas
―Eso llevará varios días, señor Holmes.
―Naturalmente, inspector, yo no investigo, hago ciencia, y la ciencia lleva su tiempo. Aunque calculo que no hará falta más allá de una semana desde el momento en que sepamos los resultados de la autopsia
Holmes pidió al inspector que tomase las medidas para preservar posibles pistas de la muerte, y éste ordenó que nadie tocara nada de la habitación, y salvo el cadáver, que debía ser conducido a la morgue, todo debía quedar tal cual y la puerta cerrada y sellada.
Al bajar al jardín, Holmes me oyó estornudar varias veces más, y sin perder por un momento su concentración sobre el caso que ya ocupaba su cabeza, pidió a Watson que aquella misma tarde me llevara a la tienda del señor McDonald, para que me diera algún remedio para mis estornudos.
Una vez en la calle, dejé de estornudar.
―¿Se ha dado cuenta Watson?
―¿El qué, Holmes?
―Nora ha dejado de estornudar.
―Vaya, es verdad, ha debido ser algo pasajero.
Cuando Holmes entraba en un caso, y él deseaba hacerlo a todas horas, y cuanto más difícil mejor para él, seguía unas pautas de conducta muy singulares. En primer lugar cogía su Stradivarius y comenzaba a tocar, preferentemente música alemana, que según él era más introspectiva y le ayudaba a reflexionar. Diríase que aquella música reorganizaba sus neuronas, las disponía para el trabajo deductivo, las despertaba del letargo. Para Sherlock, todo lo que no fuera pensar, era letargo, así que para que su mente no se relajara, cuando no tenía ningún caso que resolver, consumía cocaína en una solución al 7%. Watson le reprendía por ello de vez en cuando, como médico, pero no deseaba entrometerse en la libertad de su compañero y amigo.
Una vez que la gimnasia musical había alineado al batallón de sus neuronas, Holmes se sentaba en su sillón de mimbre favorito, o paseaba por la habitación, totalmente abstraído, metido en lo más profundo de su cerebro, acompañado tan solo por el humo de su calabash. De su boca salían espirales de humo que enredaban sus pensamientos, uniéndose con otras espirales y otros pensamientos, como si en su cabeza formara una cadena  uniendo unas ideas con otras tal si fueran eslabones.
Horas podía estar así, hasta el punto de que mis necesidades eran cubiertas por el gentil Watson, que viendo a su amigo en trance y olvidado del resto del mundo, se preocupaba de mí llevándome a la calle para hacer mis necesidades.
Cuando volvimos, una hora después, encontramos a Holmes enfrascado en un viejo libro de botánica.
―¿Tiene la botánica algo que ver con el caso, Holmes? ―inquirió Watson.
―Tiene, si como yo creo, la señorita Olsen murió envenenada.
―Eso no quiere decir que la asesinaran… Pudo haber comido algo…
―¿Algo que la envenenó a ella sola? Pudo ser. Entonces podría haber sido la cocinera, o cualquier otra persona de la casa. Pero me inclino por algo más… sutil. Y sobre todo, algo más intencionado, algo que le apuntaba a ella, y a nadie más.
―Luego… asesinato.
―Veremos mañana si lo confirma el forense.
El forense lo confirmó, desde luego, a las once de la mañana, en casa de los Dreyfus. Envenenamiento por Arsenio. Por lo visto se encontró gran cantidad de él en la sangre, los pulmones, el estómago… El inspector, sorprendido, miraba a Holmes como diciendo… usted tenía razón, pero Holmes ya no daba importancia a aquella parte de la investigación y su mente se adelantaba a los sucesos.
―Bien, es necesario que ahora interroguemos a la servidumbre.
Uno tras otro, todos los miembros del servicio pasaron por la habitación donde el inspector y Holmes les preguntaron sobre mil y un aspectos de la vida de la casa. De todo ello, sacaron como resumen que el jardinero estaba enamorado de la señorita Olsen, pero que ella era algo frívola, porque no solo no le correspondía sino que  gustaba provocarle celos flirteando con cuantos hombres entraban en la casa: panaderos, lecheros, carniceros, pescaderos…
―E ahí pues un motivo, el clásico motivo: los celos. Para mí, el caso está claro, señor Holmes. El jardinero usó el veneno que emplea como insecticida para matar a la señorita Olsen. Tenía motivos, tenía veneno, tenía ocasión…
―Si inspector. Hay muchas pruebas que nos llevan a él. Tal vez demasiadas. No creo que nuestro jardinero sea un hombre tan tonto. Todo el mundo sabe que sólo él maneja esos venenos en la casa, merced a su trabajo en ella. Una muerte con tal producto le lleva directamente a él. No me parece probable que un hombre, supuesta mente asesina, conduzca hacia su persona, tan claramente, las sospechas de asesinato. Si quisiera matarla, y si no le importara descubrirse, podría haber cogido un cuchillo, y haberlo hecho de una vez. Pero le recuerdo a usted que la señorita Olsen ha muerto por acumulación de Arsenio en sus vías respiratorias. La acumulación, señor inspector, es un proceso largo. Desde ese punto de vista, la persona que ha envenenado a nuestra ama de llaves no desea que se le inculpe, y con toda razón ha escondido su obra en el tiempo evitando así ser reconocido. No, no es el desgraciado jardinero quien le produjo la muerte.
―Pudo haberse envenenado ella misma, pues.
―No es viable, porque ningún otro miembro de la mansión acusa síntomas parecidos. La vida de la señorita Olsen era similar en todo a los demás. Uso de las dependencias, comidas…
―¿Pero entonces… el señor Dreyfus?
―Ah, todo es posible, inspector. Necesitamos madurar un poco más esta situación. Y ahora, con su permiso, voy a recorrer la casa para reflexionar sobre el asunto.
Holmes recorrió la casa entera y al fin salió al jardín. Era la primera vez que Holmes miraba aquella magnífica exposición vegetal con los ojos del sabueso que busca pistas. Watson y yo lo advertimos sin grandes esfuerzos porque Holmes pasó junto a nosotros sin ni siquiera mirarnos. Estaba en lo suyo.
El jardín era desde luego una obra maestra de tratamiento floral. No solo las hortensias eran enormes, sino que los árboles y arbustos, las flores sencillas y las más solicitadas por su color y aroma, estaban tan hábilmente distribuidas y cuidadas que formaban ambientes agradables y dispares. Un camino recorría el jardín haciendo del paseo un agradable encuentro con armonías diferentes. Aquí y allá un pequeño lago con peces de colores, una romántica fuente cuyo constante fluir adormilaba los sentidos con su monótono surtidor,  un puente de madera a la sombra de unos sauces, el fresco verdor de la hierba...
Watson y yo seguíamos los pasos de Holmes unos metros más atrás, hipnotizados por su figura alta, su concentración y su silencio. De pronto Holmes divisó una construcción toda ella acristalada, en cuyo interior veíanse formidables helechos y otras plantas. Watson se acercó a Holmes y le susurró, sin despertarle de su ensimismamiento: Es el invernadero del señor Dreyfus.
Cuando Holmes abrió el invernadero quedó asombrado por la belleza y exuberancia de las plantas. Los helechos eran enormes y por lo visto formaban una colección particular del señor Dreyfus, al cual encantaban estas plantas milenarias.
―¿Le gustas mis helechos, señor Holmes?
La voz del señor Dreyfus despertó a Holmes de su ensimismamiento. Estaba tras de él, y cuando giró su rostro nos encontró a Dreyfus a Watson y a mí en la misma puerta. El señor Dreyfus entró pasando la mano por entre los frondes de los helechos situados a ambos lados del camino central. Eran tan grandes y altos que no tenía que agacharse para tocarlos.
―Es un capricho mío. Me las traen de todas partes de América e incluso de África. Me gustan estas plantas antiguas, tan verdes, tan exuberantes… ¿Sabía que en algunos fósiles se encuentran huellas de helechos de hace cientos de miles de años?
―Son realmente fantásticos. Ya veo que tiene usted una instalación muy profesional.
―Oh, si, Mortimer, el jardinero, tiene buena mano y mejor cabeza para ello, aunque de mis helechos me encargo yo más que él. Como verá hay termómetros, higrómetros, riego por imitación de lluvia, regulación de luz, de aire… Es mi capricho, mi distracción. Mi mujer tenía el jardín, yo tengo mi invernadero.
―¡Chorft! ¡Chofrt! ―dije yo, de nuevo.
―Vaya, Watson, creo que Nora vuelve con sus estornudos. Sáquela usted a la calle, por favor, a ver si se calma.
Salimos de allí, y como mano de santo dejé de estornudar.
Aquella tarde, en casa, ante el reparador té y galletas de la señora Hudson, Holmes y Watson hablaban sobre el caso.
―Si como dice el forense, la señorita Olsen murió envenenada por arsénico, y usted opina que ha sido una larga exposición a tal veneno ¿cómo piensa usted que fue posible tal cosa sin que ella se diera cuenta?  ―preguntó intrigado Watson.
Holmes dejó la taza de té sobre la mesa, cogió una de las galletas que había preparado la señora Hudson, hizo una pausa para masticar y luego dijo, abstrayéndose:
―Mi querido Watson, el arsénico, que seguramente sin saberlo tomaba la señorita Olsen, puede proceder de varios lugares. Pero teniendo en cuenta que ha sido una larga exposición, son descartables la mayoría de ellos. No es factible que la señorita Olsen manipulara veneno para ratas, eso es cosa de Mortimer. Y si lo hizo sería alguna vez. Tampoco es posible, por la misma razón, que manipulara insecticida para las plantas.
―Todo conduce pues a Mortimer.
―Sí, tiene usted razón, y como le decía al inspector, es demasiado evidente. Pero lo que extraña del caso, y eso le aparta de Mortimer, es que haya sido una exposición prolongada hasta el punto de dañarle la piel, sin que ella se diera cuenta. Creo que mañana voy a tener una charla con el señor Dreyfus. Usted quédese con Nora en el jardín.

NORA, HOLMES Y WATSON EN EL CASO DEL SEÑOR DREYFUS




PARTE 1



Soy muy feliz en casa de Holmes y Watson. Me miman a cual más, me sacan a pasear, me compran juguetes, y tengo una preciosa cama, muy calentita, junto a la chimenea. Los juguetes me los compra Watson, que atento a mi salud psíquica, procura que tenga algo que hacer y con lo que entretenerme. Sospecho que también lo hace para que, estando ocupada, ellos puedan continuar con su vida normal sin alterarla para nada. Mi juguete preferido es una pipa de madera, igual a la de Holmes, que Watson encargó a un viejo carpintero y que hizo con una madera muy dura. Todo fue porque yo, imprudentemente pero a conciencia, le quité la pipa a Holmes en un par de ocasiones.  A veces a los humanos hay que ponerles las cosas claras para que te hagan caso. Watson, que es más sensato que Holmes, propuso la idea del cambiazo. Yo ya sé que no es la misma, no soy una perrita tonta, pero tengo mi juguete, que es lo que quería y con él en la boca juego a ser el metódico y conspicuo Sherlock Holmes. A veces, con la pipa en la boca, destrozo algún periódico viejo, que también me gustan para jugar, seguramente por costumbre adquirida en la tienda y entonces, viéndome en tan minuciosa tarea, que absorbe todos mis sentidos, Holmes le dice a Watson: mírela, parece que está resolviendo un concienzudo caso. Y ambos me miran y sonríen complacidos. Me gusta regalarles estos ratos.
La señora Hudson, nuestra casera, está encantada con este par de inquilinos discretos y caballerosos a los que además, suele hacer galletas. A Holmes le encantan esas galletas. A mí me hace unas especiales con formas de letras. Ella está empeñada en enseñarme a leer. Llega con sus galletas y dice: Nora, hoy vas leer las letras de tu nombre. Entonces las extiende en el suelo y señalándomelas dice: esta es la N, esta la O, esta la R y esta la A. Repite: N O R A. Yo doy un pequeño ladrido y ella se da por satisfecha, riendo y acariciándome mientras yo me doy el banquete. A ella como a los demás, le hace mucha gracia; claro que yo no sé leer; a lo mejor podría aprender, pero no quiero que se me note porque de lo contrario se me acabaría esta maravillosa vida de perros que llevo ahora. ¿Ustedes me ven como directora de un banco? ¿Cómo jefa de un departamento comercial? No compensan esas responsabilidades. Mi vida así, tal cual, es estupenda.
Mi relación con este pequeño grupo de personas, a los que considero mi familia, comenzó una mañana gris y lluviosa. Yo estaba en el escaparate de la tienda del Señor McDonald, “La Mascota Feliz”, distraída viendo como corrían las gotas de agua por los cristales. Detrás de aquella transparente pared veía la gente con sus paraguas, embozados en capas e impermeables, caminando presurosas aquí y allá, evitando los numerosos charcos, donde invariablemente metían ruedas y patas los relucientes coches de caballos y las gentes se apartaban presurosas para no ser manchadas. Daba pena ver a los caballos, tan fuertes y magníficos, mojarse bajo la lluvia pero son tan nobles que se comportan como si no les afectara nada. Desde mi privilegiado observatorio se les veía a todos impecables, con aquellas ropas, aquellas faldas largas las señoras, aquellos sombreros y capas los caballeros.  Mi distracción servía para mitigar la ya larga espera a que alguien viniese a la tienda y me llevase con él a su casa, como su mascota. Mi familia. La familia de una cachorrita Sharpei, que así soy yo. Menos mal que en el escaparate se estaba muy bien. Cerca de mí había una estufa y de ella me llegaba el suave calorcillo de su carbón encendido. Mi suelo estaba cubierto de serrín y papel, así que siempre estaba seca. Y junto a mí, estaba siempre el bebedero con agua limpia que el señor MCDonald se encargaba de renovar a menudo, tal vez porque si venía alguien a verme no me viera en condiciones de suciedad. Bueno, todo estaba bien pero realmente no era un día para comprar cachorritos.
De pronto mi distracción se vio entorpecida por un gran bulto oscuro, que se interpuso entre mí y el espectáculo de la calle con la lluvia y las gentes. Me sorprendió tanto que puse cara de confusión. Mis orejitas se tensaron, torcí la cabeza varias veces a un lado y a otro y… aquella cosa grande y oscura avanzó hacia el cristal. Y le vi. Fue la primera vez. Descubrí su rostro anguloso, aquella nariz aguileña, aquellos ojos claros, vivos e inteligentes… Me sonrió y yo le sonreí. ¿Qué cómo sonríe una perrita? Está claro, queridos lectores, moviendo la cola. La moví, y moví todo mi cuerpo en una clara invitación. Sin hablar le dije, soy tuya, llévame a tu casa.
Luego le vi entrar. Era un hombre muy alto y delgado, de tez pálida, con una capa gris que a su vez llevaba una sobrecapa cubriendo los hombros y parte de la espalda. También llevaba un gorro de cazador de gamos aparentemente del mismo color que la capa. En la mano un bastón. Todo él pulcro y distinguido sin llegar a ostentación alguna. Mi cuerpo temblaba de emoción. ¿Sería verdad? ¿Habría llegado mi hora? Aquel hombre saludó al señor McDonald y estuvo charlando con él un rato. Yo estaba impaciente. Pero… ¿me vas a llevar… o qué?
Me deshice en muestras de cariño, en lametones y gruñiditos de placer cuando el señor McDonald, metió sus manos en el escaparate, me sacó y… me puso en brazos de Holmes… Desde ese día, en aquel instante, supe que ahora sí, ya tenía dueño. Me sentí tan feliz que me deshice en lametones a sus manos blancas, aquellas manos que me acariciaban por primera vez. Eran manos largas, de dedos finos, de piel sedosa, manos hábiles, de uñas impecables… Todo él, así me lo pareció a mí, olía a distinción, a seguridad en sí mismo, a bienestar, a protección, a bondad y confianza.
Fue la primera vez en mi vida que sentí el agradable momento en que alguien te coloca un collar con aquel tacto, aquella delicadeza, aquella bondadosa manera de trasladarte en cada detalle, en cada movimiento de sus manos, la idea de que no quiere hacerte mal, que te lo pone por tu ―mí― propia seguridad.  Como soy una perrita, el Señor Holmes se dejó aconsejar por el señor McDonald y me puso un collar de color malva, muy llamativo y femenino. Pero mirándome luego con detenimiento, lo rechazó y él mismo encontró un lindo collar de color marrón, con dibujitos naranjas y amarillos, muy alegre. El señor Holmes no era muy partidario de resaltar mi feminidad.
Watson quedó sorprendido por mi compra. Supuso que era una extravagancia más de Holmes.  Y la señora Hudson, en principio, no me puso buena cara. Bien, era un trabajo que tenía que hacer, ganarme el respeto y cariño de aquellas personas.
Nuestros días transcurrían con la placidez que había añorado tantas veces. Por fin era real. Paseos por el parque, dejarme admirar por otros perritos…, caminar junto a mi dueño con toda dignidad, volver a casa con periódicos brazo el brazo ―ellos, claro―, sentarse en el sillón, encender la pipa… Mi natural silencioso contribuía a la paz acostumbrada, a no romper la dulce monotonía de aquella pareja de amigos tan singular.
La pipa me fascinó desde el principio. Fumar en pipa es todo un arte, un arte de caballeros. Holmes piensa, deduce mejor, cuando pierde su imaginación entre las volutas del humo de su pipa. Holmes hace sus propias mezclas, y tiene una para cada momento del día. A mí, la que más me gusta es una que tiene un perfume a hierba del bosque. Entonces cierro los ojos y, mientras aspiro, me puedo trasladar imaginariamente a un prado, donde me veo correr feliz persiguiendo mariposas.
Tiene varias pipas, todas muy bonitas, pero la pipa grande, esa curva, la emplea solo en casa. Es una Calabash. Sí, una calabaza rematada por un anillo de espuma de mar. Las semillas de la calabaza se introducen en unos moldes que tienen esa misma forma. La calabaza al crecer adopta la forma del molde. Usa otra recta, como Watson, de raíz de brezo, una pipa ya vieja para cuando tiene que salir. Los productos los compran en una gran tienda especializada para fumadores: Thomson & Thomson. No solo venden tabaco y pipas, sino otros productos de exquisita presencia y elevada distinción. De aquí me compró Holmes mi mantita de cuadros escoceses, con la que me cubre en los fríos y sobre todo húmedos inviernos de Londres.
Bien, ya les tengo a ustedes más o menos situados en mi vida con Holmes y Watson. Ahora les voy a contar el caso de la mansión Dreyfus.

viernes, 5 de abril de 2013

NORA: INTELIGENCIA VERSUS SABIDURÍA








Como tantas mañanas me senté al ordenador leyendo la prensa mientras tomaba el café con leche. Nora, que estaba conmigo unos días, andaba rodeándome igual que los indios en las películas, e iba de aquí allá, dando vueltas, siempre esperando que cayera algo de comer, que esta perra siempre tiene hambre y además le luce. Es un peligro, porque ya esta redonda. A veces pienso que los perros, desde que no comen carne cruda, no se hartan nunca. Los carnívoros suelen darse un atracón y les dura varios días, pero los perros, que comen de todo, andan mendigando siempre cualquier migaja que les pueda caer. Y Nora, como otros perros, es experta en someterme al tercer grado hasta que vence mi resistencia. A eso se le llama tenacidad.
Pues bien, en un momento del desayuno oímos ambos unos ladridos cercanos. En ese momento, olvidando las migajas de las tostadas con mantequilla, el rabo de Nora se puso tieso como una antena y asomaba el morro mofletudo por la ventana en busca de aquellos ladridos, a los que contestó con otro. Luego vino nerviosa a mí, con prisas, a darme unos intencionados lametones para congraciarse conmigo y que le abriera la puerta.
Quiero hacer notar, amigo lector, que los perros son expertos consumados en psicología conductista. La mía tiene un máster.
Así que no tuve más remedio, ante la insistencia de los ladridos, que dejarla salir, porque sé que ella está dentro de un recinto vallado y no hay peligro alguno. Soy protector, lo sé, pero… no tengo remedio. El caso es que volví a situarme en la silla, los ojos al ordenador y la tostada en la boca.
Pero los ladridos eran cada vez más insistentes. Y además reconocía los de Nora. Una vez más me parecía que discutían algo. Me levanté a ver, acuciado por la curiosidad. Quería saber por qué ladraban tanto. Eran desde luego perros conocidos, de gentes de la calle. El de los vecinos de al lado, otro más de un vecino de arriba, la preciosa perrita de una vecina inglesa, llamada Petra (la perrita, no su dueña), con ladridos muy agudos y educados que parecían de té con pastas a las cinco.
Y así hasta cuatro perros en la calle y Nora en la terraza, y aun a través de la valla participaba con firmeza y decisión de la conversación perruna.
La cuestión es que entre todos tenían un guirigay montado, a ver quien ladraba más fuerte o daba coletazos más firmes y nerviosos. Era evidente que discutían algo, en su lenguaje, aunque claro, no sabía qué. En ese momento deseé entender el lenguaje de los perros. Sobre todo porque se crecían en las posturas y parecía mas una discusión humana que una educada, aunque ruidosa, parla perruna. Era gracioso ver como ladraba Petrita, con sus chillidos agudos que intentaba sobrescribir con unos largos berriditos. Estaba realmente emberrinchinada. Todos “discutían” cada vez con mayor vehemencia.
―Ah, si yo pudiera entender… ―me dije a mí mismo.
En un momento Nora dijo:
―Los humanos no son más inteligentes que nosotros, lo que sucede es que nosotros no estamos físicamente dispuestos para encauzar nuestra inteligencia.
Joder, pensé, que cosas dice Nora ¿Dice Nora? ¡Dioses del Olimpo! ¡Cielo santo, la he entendido!
En el azoramiento y el temblor de piernas no supe si alegrarme o marchar rápidamente al hospital pero como entendía lo que decían, sin saber cómo había sucedido, me quedé a escuchar con enorme curiosidad.
Otro de los perros, ecológico él, discutía con Nora ese punto, matizándolo. Aquel mantenía la idea de que los humanos eran poco inteligentes, porque castigaban la naturaleza de tal forma, que era muy rápida la destrucción pero muy lenta la recuperación; luego ―añadía―, antes de que se restablezca el equilibrio hay siempre una nueva catástrofe.
En verdad me parecían sabias las palabras. Estaba asombrado y aturdido. No sabía si llamar a los bomberos, a la perrera, a la ambulancia, a la policía local…, pero lo cierto es que la conversación me interesaba. ¡Y era entre perros!
Algún vecino asomó la cabeza por la ventana reclamando paz y silencio. Otro silbó a su perro, otro preguntó en voz alta qué pasaba por allí, pero luego, viendo todos que los perros no hacían daño y solo “ladraban” volvían a sus quehaceres.
Petrita, la tenaz y berrinchona Petrita, con su voz de soprano decía que los humanos no debían ser tan listos cuando entre ellos se hacían la vida imposible. Se mienten, se roban, se engañan, se ponen zancadillas… Se matan unos a otros… Y no a uno solo, sino a toda la sociedad humana, que yo he visto en la tele…
Ojooooo..., vecinaaaa…, ojoooo… que Petra ve la tele y saca conclusioooones... A ver que cogno le deja usted ver, que es pequeña. Atención al control parental.
Así pues la discusión perril iba de la inteligencia humana. Y oye, que quieres que te diga, amigo lector, cuando uno oye estas cosas, dichas por otros seres diferentes, que nos ven con otros ojos, pues la verdad, tiene su interés. Y me hizo pensar.
En estas, apareció un coche grande por la calle y de él bajo un venerable señor, que se hacia acompañar por otra perrita sharpei, ya mayor, aunque de distinto origen que Nora. Y como ella, era una de esas perritas de morrito áspero y negro, belfos colgantes, arrugas en la frente, orejitas cortas y dobladas, ojitos achinados y cola de ensaimada. El buen hombre debía ir de paseo y al ver aquellas anchuras y vacios de gentes y los todavía grandes descampados, pensó que serian ideales para su perrita. Pero “mia tu pod-donde”, que diría  un amigo murciano, la perrita al oír y ver el fiestorro metafísico de los perros de la calle se dirigió a ellos, ante la mirada comprensiva de su dueño que no percibió peligro alguno.
-¿Qué hacéis, de qué habláis? ―pregunto la perrita.
Y pronto se enteró de las agudas disquisiciones de unos y otros, y comprobó las enconadas posturas, los singulares matices y el gran interés que en ellos despertaba la cuestión. Y fue Nora quien le preguntó:
-¿Qué piensas tú del asunto? ¿Son realmente los humanos los seres más inteligentes del planeta, o son por el contrario los que nos va a llevar al desastre, no siendo entonces realmente tan inteligentes?
Después de una breve pausa, Kala, que así se llamaba la sharpei, dijo:
-Creo que confundís dos cosas, según creo yo. La inteligencia y la sabiduría.
Vaya golpe directo. Todos se sentaron y dejaron de ladrar, lo cual me permitió escuchar muy bien lo que decía aquella representante de budismo tibetano, o algo así, asomándome tímidamente por la ventana de mi comedor.
-La inteligencia –prosiguió- es la facultad de solventar cuestiones decisivas en la vida. El hambre, la sed, la enfermedad, el frio, el calor, volar como los pájaros o sumergirse en el mar como los peces…
Todo eso lo ha solucionado muy bien la inteligencia, y desde el punto de vista práctico, los humanos son realmente inteligentes. Pero, solucionados los problemas básicos y los retos tecnológicos que la vida viene presentando, los humanos siguen tal cual como los hombres primitivos. Les pierde el poder (que es la peor de las drogas), la soberbia, el orgullo, el engreimiento, el egoísmo, el sentirse superiores, son rapaces con los suyos, engañan, estafan… Y no tienen reparos en mandar a la guerra y la muerte a miles de sus compatriotas sin pensar que la vida, como la muerte, es nuestra única verdad. Y por tanto nadie, absolutamente nadie, puede disponer de ellas. Que lo mejor de la vida es la vida misma.
La sharpei se sentó en el suelo, dispuesta a la oratoria, ante aquel singular publico que silencioso, optó también por la misma postura. Y prosiguió:
―Creo que fue un tal Rousseau, filosofo él, quien dijo una vez “homo hominis lupus”, el hombre es un lobo para el hombre. Lo que quiere decir que el mayor enemigo del humano es el humano. Y ahí viene la introducción de los términos aparentemente antagónicos con los que comencé al principio: inteligencia versus sabiduría.
Yo estaba asombrado, hice ademán de coger el teléfono y llamar a mis vecinos cercanos, a mi familia… Pero no tuve fuerzas. Me puse de pie sobre una silla para ver mejor y agucé el oído cuanto pude. Y así siguió la perrita…
-Veréis, la inteligencia forma una pirámide. Ya sabéis que la pirámide es ancha por abajo y se estrecha poco a poco hasta terminar en punta. Ese puede ser el grafico de la inteligencia humana. En la parte de abajo están todos aquellos que emplean su inteligencia para solventar, mejor o peor, cuestiones sencillas pero  vitales. Son la gran mayoría. Yo les llamo “seres cárnicos”, porque en verdad apenas son algo más que carne con ojos. Funcionan sobre todo por instinto primario, aunque dentro de ellos hay distintos grados. Son la abundante mano de obra, a la que no hay que quitarle importancia porque a fin de cuentas sostienen a toda la pirámide. Es la base.
Pasada la base, hacia el tercio medio de la pirámide, se encuentran los humanos más inteligentes, o más capaces, o más emprendedores, o más decididos. Es una forma de inteligencia un tanto superior, evidentemente. A menudo están aquí los políticos, empresarios, profesores, técnicos y muchas otras personas capaces de liderar a los demás hacia una finalidad. También es cierto que aquí hay gente muy peligrosa, porque a veces se dirige a los demás donde los demás no quieren ir. Llámese guerra, por ejemplo, huelgas… Naturalmente que son mucho menores en número. Ya comprendemos todos que según ascendemos en la pirámide el número es cada vez menor.
Pasado el tercio intermedio, llegamos a los seres más inteligentes. Su inteligencia está tamizada por un factor primordial, eje de toda la posterior ascensión en la escala piramidal. Esos son seres que trascienden de lo cotidiano y se muestran al mundo con una singular disposición: la sencillez, la humildad. Amigos, creedme cuando os digo que el ser realmente sabio es el que siendo inteligente, se acepta a sí mismo como uno más en el inmenso engranaje del universo y con su ejemplo de vida, intenta transmitir la esencia necesaria para que ese engranaje funcione. Y esa esencia la componen la bondad, la serenidad, el equilibrio, la armonía del hombre con los demás hombres y con toda la naturaleza... El sabio es el ser que no se cree superior porque conoce sus limitaciones. Por eso, para ser sabio, la condición indispensable es ser humilde. Y esa es la razón de que la pirámide se estreche hacia arriba.
Y prosiguió:
―Un jefe indio llamado Seattle decía al ver a los blancos arrasar tierras y animales con los cuales habían convivido en sano equilibrio durante decenas de miles de años: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre quien pertenece a la tierra. Y eso lo decía él, que a ojos de los blancos era un salvaje.
Solo sé que no sé nada, decía otro sabio llamado Sócrates, que no se decidía a creer en sus propios pensamientos con rotundidad absoluta. Hay algo más, puede y debe haber mucho más. Y yo solo sé un poquito de la inmensidad que queda por saber. A eso se le llama humildad. Que Sócrates lo reconociera, le pone en un alto escalón en la pirámide humana. Que el jefe Seattle supiera cual era la verdad de la vida, sin la “cultura” y tecnología de los blancos, le pone también en la cumbre de la pirámide. Lo cual quiere decir que para ser sabios no hay que saber más que…lo que hay que saber… y eso nos lleva a sentir lo que hay que sentir… y ser lo que hay que ser. Y lo que hay que saber pasa por la humildad de los que comprenden y aman incluso los defectos de los demás.
Ahí lo dejo caer la sharpei. El silencio se hizo grave, denso. Y pasada la pausa, Nora, alzando la voz dijo:
―.Y quien ocupa la punta de la pirámide?
―En la punta solo cabe uno ―abundó Petra
―Si, ¿quién es el más sabio de todos? Inquirió Charlie, el tercero.
La sharpei elevó la nariz, olió el aire, bajó la mirada, la puso en los ojos oscuros y brillantes de Nora y dijo con pausada voz:
―Nadie sabe quién hay al final. Nadie. Pero quien este allí es sin duda el sabio más sabio, la sabiduría misma. Y si es así debe ser comprensivo con todos, nos querrá a todos aunque seamos piedras del desierto, un ser que intentaría ayudarnos a todos, seria benévolo con todos, y pasaría por el mundo como un ser insignificante. Él sería el sabio en esencia, y trasmitiría siempre los elementos fundamentales de la sabiduría que son… la paz, el amor, la comprensión, la armonía, la hermandad…
―Todos estamos pues lejos de eso ― añadió Nora.
―Nadie ha dicho que sea fácil. Subir… siempre requiere sacrificio y esfuerzo.
Dicho esto la sharpei se retiró en busca del hombre mayor, su dueño, que algo más lejos de allí, y abstraído en sus pensamientos, paseaba.
¿Vendrás otro día? ―le gritó Nora.
Y la sharpei le contesto:
―Te veré en el mar, si quieres. Suelo pasear por allí.
Me quedé mudo, sentado en la silla y mirándome dentro, sintiéndome tan lejos como mi perrita de la sabiduría. Y entró Nora, y no pude decirle nada. Solo abrí los brazos, se metió entre ellos y la llené de besos. Sencillos y humildes besos.
                                                                         Fin