Cada día me levanto antes que Nora, no porque ella
tenga más sueño sino porque creo que necesita dormir algo más, ya que no mejor.
Los perros, ya se sabe, duermen con los ojos cerrados pero los oídos abiertos,
y la proximidad de otros perros, la gente y los coches que pasan por la calle
hasta altas horas de la madrugada la desvelan continuamente. Emite gruñidos,
olfatea, se levanta incluso… Duerme a ratos, y lo sé porque ronca. Si ronca,
duerme. Así que por las mañanas me levanto sin hacer ruido. Creo que incluso
entonces abre un ojo a ver qué hago, pero no se levanta a menos que abra la
puerta de la calle, entonces sí, como un resorte interior la necesidad de salir
la empuja. Ya la oigo bajar.
Ya toca pues. Mi repaso matinal a los diarios digitales se ve interrumpido
por ese bajar característico conformado por los años, los escalones y, sobre
todo por su artrosis. Entonces aparece delante de mí, mansurrona, buenaza, en
busca de cariño que dar y recibir, que eso es todo lo bueno que tiene la vida. Es buena forma de empezar el día. Y es como
una ceremonia: le extiendo las manos y ella se acerca a refugiarse entre ellas
y comienza a lamer, incansable. Y mientras le acaricio y masajeo con una, ella
se ceba en la otra. Luego le abro la puerta de la calle, huele el aire fresco
de la mañana y sale perezosa a envolverse en los aromas crepusculares.
Al ratito vuelve a entrar, fija sus ojos en mí, miro el reloj y le
digo que no es hora aun de salir. Entonces me dice: he tenido un sueño.
—Aaah, ¿era eso lo que no te dejaba dormir?
—He soñado que era tú.
-¿Qué tú eras yo?
La insistencia de la mirada me confirma que así era, de modo que consumido por la curiosidad le
digo que me cuente.
—Era, eras, muy pobre. Vivía de la gente, ya sabes: los vecinos que te
conocen y te dan ropa, el bar que te obsequia con un bocadillo, el otro que te
acerca unas perrillas… la señora que ayudas con el carrito… Pero no eras
infeliz, al contrario. Te sentías parte
del barrio a tu manera. Y rico. Te considerabas rico porque tenías algo que era
para ti lo mejor del mundo, lo más entrañable, confortable y cálido: un saco de
dormir.
Solía dormir en parques, jardines, chaflanes de edificios, escaleras
recónditas… Por las noches me recogía en el saco y allí, calentito y todo
encerrado, con los ojos nada más al descubierto, contemplaba el paso del mundo.
Abrigados, con botas, paraguas, impermeables… la gente pasaba delante de mí, o
sea de ti, con paso rápido para refugiarse del tiempo en su casas confortables.
¿Serán tan confortables como la mía? —Pobre gente, pensaba yo. Salir, trabajar,
ir y venir… Y yo aquí, en la mejor tele del mundo, calentito y confortable en
mi portal, protegido de la lluvia, el viento y el frío…
El saco de dormir era el tesoro número uno de la vida. Lo cuidaba
mucho. Cada mañana lo aireaba, lo doblaba
con cuidado, lo metía dentro de su bolsa de plástico… y me solía
acompañar todo el día. Todo el mundo en el barrio conocía a ese personaje
pegado a una bolsa.
Pero aquella mañana, al levantarme vi en el suelo un billete de
lotería. Aquello de la curiosidad, ya sabes. No sin pereza me agaché a
recogerlo, leí el número y… ya lo iba a tirar de nuevo cuando se me ocurrió
mirar la fecha. ¡Cielo santo, es de hoy! De pronto la vida dio un vuelco. Y
unas emociones que había perdido volvieron a mí con inusitado interés. Una de
ellas fue la esperanza, otra fue la de la riqueza, otra fue la posesión de
cosas materiales… Ya me veía con casa, coche, comidas, lujos… Aquellos abrigos,
aquellas botas, aquel sombrero, aquella bufanda, aquella mesa llena de manjares…
Sentí que mi alma se desasosegaba por momentos y lo que recibí con
revitalizante alegría se transformó en una angustiosa sensación de ansiedad. De
pronto habían vuelto a mí sensaciones y motivos que hacía mucho que había
perdido Mi cabeza no paraba de dar vueltas y mis ojos no se apartaban del
número y la fecha. Tal vez —pensé—, el sorteo esté ya iniciado y se sepa algo…
Tengo que saberlo.
Nervioso, atolondrado, en las manos me molestaba todo menos el número
de lotería. Dejé mis cosas escondidas en la bolsa del saco de dormir, entre los
troncos de una espesa masa floral, en el jardín. Apenas era visible. Nadie se
daría cuenta. Y me alejé de allí con el alma en vilo, tembloroso, empujado por
las ansias y deseos descontrolados. Lo que creía perdido salía desbocado en
busca de la felicidad. Por primera vez sentí que no era yo quien caminaba sino
que mis pies se alejaban de mí con tal rapidez que yo tenía que hacer un esfuerzo
por seguirles. Luego fue al revés. Era tal mi necesidad de llegar que los pies
no daban abasto a caminar con la rapidez que les requería.
Veía la gente transitar, los coches, las tiendas. Incluso me pareció a
alguien saludarme. Pero yo, con el corazón por delante, a punto de salírseme
por la boca seguía y seguía incansable.
Sabía que había en la zona una céntrica plaza con un dispensario de
loterías, donde en una pantalla en la calle se exponían los números que iban saliendo
y los premios que recibían. Había gente allí. Mi ropa raída, mi barba sucia, mi
olor a pobreza se me descubrieron ante tanta gente bien afeitada, arreglada,
vestida y perfumada. Nunca antes me había dado cuenta. Alguno me miraba
extrañado, y seguro que al ver mi número de lotería en la mano se preguntarían
a quien se lo habría robado. Pero no importaban sus comentarios, sino mi
ansiedad. Mis ojos devoraban los números, intentado encontrar el mío.
Fueron apareciendo números y más números. Se escuchaban comentarios “¡Yo
tengo una aproximación!” “¡Yo una terminación! ¡Tengo los tres primeros números…!
Decía otro. La alegría se contagiaba y también la ansiedad. Mis ojos no daban
abasto a leer números. Cada vez había más gente, y muchos, la mayoría, con una
o varias papeletas en la mano.
¡Cuánta gente tiene lotería! ¿La necesitarán? Todos van bien vestidos…
No parece que la suerte les haya dado la espalda. La vida les sonríe. Y yo… yo
estoy aquí, en busca de mi oportunidad. Esta es mi oportunidad. Hoy es mi día
de suerte.
Pasaron las horas. Muchos se fueron. A veces tiraban el número al
suelo, arrugado o roto. Finalmente quedé solo, mirando el cuadro luminoso con
la lista de los números. No había caído nada. Unos pocos habían tenido
aproximaciones o pequeños premios. Miré mi número y sentí un bajón terrible
primero, y una enorme rabia después. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Los
pobres… ¿no tenemos esperanza? ¿Nos olvidó la vida?
Sentí una fuerte presión en las sienes y unos golpes en los oídos. Me
alejé de allí, despacio, con los pensamientos confundidos. Dolor, rabia,
esperanza, amor, riquezas, bienestar, miseria… Todo mezclado, todo confundido
en una soledad y un vacío estremecedor. La gente ya no me parecía tan próxima,
ni la vida tan bella. Me sentí vacío.
En un instante recobré el sentido: ¡Mi saco de dormir! ¡Dios mío, mi
saco!
Corrí, corí y corrí sacando fuerzas de mi desasosiego. Con los ojos
desorbitados, la boca abierta reclamando aire, llegué al parque donde había pasado
la noche. ¡Oh, dioses… los jardineros!
Por todas partes gente, mangueras, podadores, limpiadores… Era el día
del parque. Le tocaba aseo al parque. Allá al final estaba el arbusto bajo
cuyas ramas había dejado mi bolsa con mi saco de dormir, mi tesoro, mi vida, mi
posesión, mi riqueza… Corrí hacia él.
¡Noooo…! Grité. No estaba. Los empleados de la limpieza pública y los jardineros
me miraban. Busqué la bolsa con angustia por todas partes, revolví todos los
cubos de basura y entonces fue cuando sentí la pobreza absoluta. Me dejé caer
al suelo, de rodillas, derrumbado, perdida la guerra de la vida. Ahora sí
sentía el inmenso peso de la soledad y la miseria, el vacío más absoluto. La vida ya no valía la pena.
Ni fuerzas para llorar tenía. Los ojos se secaron al instante. El
suelo me parecía la única entrañable caricia en aquel mundo. Y en eso estaba
cuando uno de aquellos empleados se me acercó.
—¿Busca usted algo?
—Una bolsa —contesté con desgana.
—Está allí, junto al camión de la basura. La vio el jardinero y pensó…
que alguien la reclamaría…
Tardé un poco en reaccionar. La sangre volvía a mi cuerpo. Las células
parecían querer vivir. Mis ojos enrojecidos se dirigieron hacia donde el hombre
me señalaba y sí allí estaba. Allí mi sueño, allí mi vida, allí mi tesoro, allí
mi posesión, allí mi tranquilidad, allí mis noches calientes, allí la paz y
seguridad de mi hogar…
Cogí la bolsa, la abrí y contemplé mi saco, abrazándome luego a él, llenándolo
de besos y entonces me cubrí con él como un manto real y volví a sonreír y a ser
feliz.
Y colorín colorado este sueño se ha acabado.
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