Motivados por las buenas temperaturas, Nora y yo salimos
a pasear. Ya se ansían los días soleados, la luz, más luz, que decía Goethe. Y
es que la falta de luz es como morir un poco. En cambio en primavera y verano,
la vida estalla en todo su esplendor. Los animales sabios hibernan, se
aletargan en invierno, y dejan que la naturaleza se recobre a sí misma, se renueve
y se presente otra vez ante nosotros con la cara lavada, sonriente y feliz para volver a ser el escenario
de nuestras vidas. En invierno todo es tristeza, aletargamiento, agonía. En
verano la vida corre bullanguera por todas partes haciendo del vivir la máxima
expresión de la alegría. Uno sale al
campo y entre gorjeos de pájaros, conejos que corren, cantos de chicharras,
hormigas afanadas en llenar la despensa, frutos que cuelgan de los árboles,
insectos de todas clases recibiendo su ración de sol, como personajes que son
por derecho propio de este teatro de la existencia, uno se llena de gloria, se
deja acariciar por el bendito sol, respira el aire denso y caliente y se llena
de vida. Ah, la vida. Qué gran misterio y gran milagro es la vida.
Pues bien, disfrutando de nuestro paseo habitual, nos
encontramos, oh cielos, con nuestro buen amigo el maestro. Ya se jubiló, y anda
el hombre medio perdido, caminando aún entre el todo y la nada, la sombra y la
luz, intentando encontrarse en este su nuevo
mundo. Y es que no hay nada como levantarse y tener algo que hacer. Cuando la
vida no te da trabajo, la vida se convierte en un trabajo en sí misma, además agónico y desesperante. Y ahí
anda nuestro hombre, que nada más vernos se une a nosotros, previas caricias a
Nora en el pasear por las calas de esta Torrevieja cada vez más fría e
impersonal. Esto ya no es un pueblo, ni una ciudad. Es un negocio.
Una persona que es alma y carne de maestro no tiene otra
cosa en qué pensar y cada vez que encuentra un artículo sobre educación, sobre
enseñanza, sobre cultura, sobre cómo ha ido cayendo todo esto en España (este
país), se le desatan los demonios. Y en cuanto encuentra a alguien dispuesto a
escuchar, como nosotros, pues allá que va, a fustigarnos con el látigo de su
indignación.
Y nos cuenta que, enfrentados a la realidad de nuestra
tradicional incultura, no por culpa congénita de falta de inteligencia sino por
esa cosa indecente que llamamos política, todo el mundo busca recetas
maravillosas. Acá unos que descubren un nuevo Mediterráneo imponiendo en la
clase tal o cual pensamiento o filosofía. Ya saben, la escuela como empresa. Otros
que no imponen nada y dejan, oh maravilla de las maravillas, que cada niño se cultive
a su antojo para no coartar la libertad, verdadero paradigma que lo justifica
todo. Unos hablan de educar para la libertad, otros para la felicidad, otros
para el trabajo, otros para… Estamos artos de tanta palabra y filosofía barata.
Pero siempre sale alguien vendiéndonos por nuevos los zapatos viejos, solo
porque le cambia el nombre, el color o le pone un lacito.
Lo hacen mucho —nos cuenta—, los colegios privados, que
gustan de ser los más modernos y avanzados, habiendo entre ellos una competencia y corriendo delante del toro de la incultura
hasta dejar al pobre animal perdido en las intrincadas callejuelas de su
fantasía pedagógica. Pero no importa, a esa fantasía se le añadirá otra, y
luego otra, porque la consigna es «marica el último» y el que no innove que se
vaya. La cuestión es moverse, sonar. Aparentar vida donde no hay más que muerte
cerebral e incultura generalizada. Es una competición a ver quién inventa más y
es más innovador y original. Pero el caso es que a la sociedad no llega nada de
eso. Hoy, los alumnos universitarios también se pirran por ver «Sálvame». Cada día se cierran más librerías, y así
estamos, a salvo de la cultura, inmersos en una mediocridad gozosa y cómoda que
espanta. Que no nos extrañe que nos roben, nos mientan, nos salgan golfos por
todas partes, filósofos de la novedad en cada esquina o líderes políticos con
recetas que no quisiéramos oír ya y las dejan caer cada día, convencidos —
ellos también son ignorantes con título—, de que presentan la gran receta de
nuestra salvación.
Nuestro amigo no tiene bastante con los cambios y la nueva
condición que se producen en su mente y sigue empeñado en gritar, pero sólo a
nosotros, que estamos todos locos. Tal vez no tontos, pero sí locos.
Se empeña el hombre en contarnos que la educación debe
ser un pacto de estado, tan importante y capital, que absolutamente toda la
sociedad debe conocer sus términos y concertarlo. Y mantenerlo en el tiempo.
Nos urge, más que el comer, resucitar de entre los muertos de la incultura y
recuperar la vida del conocimiento. Y en eso, toda la sociedad debe implicarse.
Desde los reyes, hasta el último en
nacer. Sin cultura no hay edificio social que levantar. No hay más que ruina
económica, moral y golfería. Mucha golfería. Solo en un mundo de incultos y
golfos pueden darse los abundantes personajes que todos conocemos y que salen a
diario en la prensa.
Así que a esta sardina todo el mundo debe arrimarse: la
corona, los medios de comunicación, los profesionales de la pluma, de la azada
o la tiza, de la mesa, el carro, la
camilla o el deporte. Esto es una misión de todos. Pero los que tienen
en su mano el mango de la sartén del
poder, deben poner en marcha, con urgencia, todo ese mecanismo. Eso sí es una revolución. Pero falta la grandeza
y dignidad suficientes para ello. Nuestros políticos son como todos
nosotros; cultural y gozosamente apáticos
y egoístas.
Se entiende muy bien aquel lema del famoso Mayo francés:
la imaginación al poder. Y añadimos, y la voluntad, honradez y valentía para
hacerlo.
Voto a quien lo proponga —dice.
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