viernes, 7 de junio de 2013

EUTANASIANDO, QUE ES GERUNDIO






Hay días en que la guerra por la vida se vive de manera gloriosa y está uno dispuesto a colgarse euforizantes medallas  y a sentirse un ganador.  Otras, en cambio, es como una penosa y triste retirada, como aquella de los soldados de Napoleón a través de las inmensas y heladas llanuras rusas. Son esos días en que la vida te aconseja que aligeres tu equipaje, que el General Invierno se adueña de todo. Y comienza la catarsis. Y se hace uno la pregunta:

-¿Para qué cogno quiero yo tantas cosas? A ver, ¿tanta ropa para qué? 

Entonces hay que dar un paso al frente y acometer el sacrificio de desprenderse de parte de la vida, que ya te ha servido, y servido bien, y eutanasiarla.  No se asusten. Me refiero a ropa, ya saben, camisas, y esas cosas.

Tengo camisas tan viejas que aparecen en fotografías de hace años, cuando mis seres más queridos aun vivían, y aparezco en las fotos con la misma camisa, pero en joven. Y con pelo. Qué guay. Y la camisa sigue ahí, igualita que entonces, después de no sé cuantas horas más de vuelo. Chapó al Corte Inglés, cuyas camisas soportan el paso del tiempo como nunca he visto en otras. Está claro, lo barato sale caro a la larga. Más vale poco y bueno que mucho y malo. Lo agradecen los armarios, el espacio… y tu propia existencia, que tiene donde elegir con suficiente margen y no se pierde en fruslerías y vaguedades.  Todo lo demás es superfluo, equipaje inútil que impide movimientos, ya sean de avance o de retirada en la vida, que de todo hay en la guerra.

Nora y yo decidimos hacer un día de ‘armarios abiertos’ y darle a la ropitas el aire que necesitan, e ir eligiendo una por una cuáles van a ser eutanasiadas y cuáles no. Aparecen así cuellos raidos, puños en huida de la tela madre, botones huérfanos, ojales viudos… telas “vintage”, pantalones de tallas ya imposibles, calcetines desparejados, pañuelos casi transparentes… Nora y yo hacemos un montón con la ropa que vamos a eutanasiar.

Ustedes se preguntarán por qué llamamos eutanasiar. Bueno, le vamos a dar pasaporte. Pero no cualquier pasaporte. Somos raritos y trascendentes y estas ropas merecen un respeto.
Lo suyo sería, puesto que han servido heroicamente en la vida, darles una muerte también heroica. Y ponerles en una balsa de madera, prendida toda de fuego, y dejar que se adentre en el mar, como los vikingos. Pero nos tememos que sería muy aparatoso. No obstante, no son prendas que haya que echar a la basura. Tienen su dignidad y su historia y hay que tratarlas con el respeto que se merecen. Muchas de ellas aparecen en las fotos de la vida, y nos han acompañado en momentos felices, o trágicos, pero siempre intensos.

Nora me mira, cada vez que cojo una camisa, la huelo, la miro y remiro, me entretengo unos instantes en recordar los momentos que la he llevado puesta. Ah, esta la compré para la boda… y esta me la regaló… y aquella era muy cómoda, y esa de allá era estupenda porque me sentaba… uy, como me sentaba.
Pequeños ladridos de aprobación cuando al fin me decido a desprenderme de ella y echarla al montón. Y así poco a poco va creciendo y el armario va cobrando nueva vida, y las prendas que quedan se las ve respirar aire mejor. Es el signo de la existencia. Unos se van, para que otros se queden… un rato.

-Y ahora Nora, viene la ceremonia.

Ponemos toda la ropa en un trozo de sábana vieja, le hacemos un nudo y al atardecer, cuando ya las sombras nos esconden, nos decidimos a salir a pasear con nuestro particular equipaje. En la mano una pala pequeña, de esas que llevan una rueda y convierten la pala en una azada. Son recuerdos de tiempos de juventud, cuando uno practicaba montañismo, espeleología y esas cosas. Ahora sirve como pala enterradora.

En el enorme descampado donde solemos ir a pasear, entre conejos, arbustos, tomillos y  matorrales, nos detenemos. Nora, seria y circunspecta como soldado que hace los honores, contempla como sobre un montículo de tierra blanda y suelta, donde los conejos suelen acercarse a hacer agujeros, cabo una suficiente oquedad y allí, comprimido, entierro el bulto de indumentaria histórica. A toda prisa cumplo con el sepelio de la cosa, esparzo por encima matorrales y cacas de conejos y luego, Nora y yo nos quedamos en silencio, contemplando en la oscuridad  el túmulo. Sobre nuestras cabezas, un techo de estrellas. Entonces saco de mi bolsillo una armónica y suenan los compases del  “toque del silencio”. Entre el respeto y la emoción, un nudo nos ahoga las gargantas. Cuánta vida, cuánta historia yace en aquel lugar. Tres piedras, una sobre otra, señalan el sitio. Tres piedras como otras cualquiera. Nadie las verá extrañas; sin embargo, para nosotros aquel lugar será ya el cementerio de nuestro pasado.
Nora alza el hocico, huele el viento, y pareciera querer oler el último aire que desprendan las ropas y guardarlo en su memoria.

En silencio volvemos a casa. No estamos tristes, pero tampoco contentos. Hemos cumplido con el propósito de eutanasiar a quiénes en realidad ya estaban muertos. Pero nos queda la grave responsabilidad de vivir nuestras vidas siguiendo su ejemplo.

Como decía Miguel Delibes: “Al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales.”


FIN

1 comentario:

  1. Gran frase de comienzo... da que pensar, los dias que tenemos unas veces tan blancos otras tan negros

    ResponderEliminar