Hay días en
que la guerra por la vida se vive de manera gloriosa y está uno dispuesto a
colgarse euforizantes medallas y a
sentirse un ganador. Otras, en cambio,
es como una penosa y triste retirada, como aquella de los soldados de Napoleón
a través de las inmensas y heladas llanuras rusas. Son esos días en que la vida
te aconseja que aligeres tu equipaje, que el General Invierno se adueña de todo.
Y comienza la catarsis. Y se hace uno la pregunta:
-¿Para qué
cogno quiero yo tantas cosas? A ver, ¿tanta ropa para qué?
Entonces hay que dar
un paso al frente y acometer el sacrificio de desprenderse de parte de la vida,
que ya te ha servido, y servido bien, y eutanasiarla. No se asusten. Me refiero a ropa, ya saben,
camisas, y esas cosas.
Tengo camisas
tan viejas que aparecen en fotografías de hace años, cuando mis seres más queridos
aun vivían, y aparezco en las fotos con la misma camisa, pero en joven. Y con
pelo. Qué guay. Y la camisa sigue ahí, igualita que entonces, después de no sé
cuantas horas más de vuelo. Chapó al Corte Inglés, cuyas camisas soportan el
paso del tiempo como nunca he visto en otras. Está claro, lo barato sale caro a
la larga. Más vale poco y bueno que mucho y malo. Lo agradecen los armarios, el
espacio… y tu propia existencia, que tiene donde elegir con suficiente margen y
no se pierde en fruslerías y vaguedades. Todo lo demás es superfluo, equipaje inútil que
impide movimientos, ya sean de avance o de retirada en la vida, que de todo hay
en la guerra.
Nora y yo
decidimos hacer un día de ‘armarios abiertos’ y darle a la ropitas el aire que
necesitan, e ir eligiendo una por una cuáles van a ser eutanasiadas y cuáles no.
Aparecen así cuellos raidos, puños en huida de la tela madre, botones
huérfanos, ojales viudos… telas “vintage”, pantalones de tallas ya imposibles,
calcetines desparejados, pañuelos casi transparentes… Nora y yo hacemos un montón
con la ropa que vamos a eutanasiar.
Ustedes se
preguntarán por qué llamamos eutanasiar. Bueno, le vamos a dar pasaporte. Pero
no cualquier pasaporte. Somos raritos y trascendentes y estas ropas merecen un
respeto.
Lo suyo
sería, puesto que han servido heroicamente en la vida, darles una muerte también
heroica. Y ponerles en una balsa de madera, prendida toda de fuego, y dejar que
se adentre en el mar, como los vikingos. Pero nos tememos que sería muy
aparatoso. No obstante, no son prendas que haya que echar a la basura. Tienen
su dignidad y su historia y hay que tratarlas con el respeto que se merecen.
Muchas de ellas aparecen en las fotos de la vida, y nos han acompañado en
momentos felices, o trágicos, pero siempre intensos.
Nora me mira,
cada vez que cojo una camisa, la huelo, la miro y remiro, me entretengo unos
instantes en recordar los momentos que la he llevado puesta. Ah, esta la compré
para la boda… y esta me la regaló… y aquella era muy cómoda, y esa de allá era estupenda
porque me sentaba… uy, como me sentaba.
Pequeños
ladridos de aprobación cuando al fin me decido a desprenderme de ella y echarla
al montón. Y así poco a poco va creciendo y el armario va cobrando nueva vida,
y las prendas que quedan se las ve respirar aire mejor. Es el signo de la existencia.
Unos se van, para que otros se queden… un rato.
-Y ahora Nora,
viene la ceremonia.
Ponemos toda
la ropa en un trozo de sábana vieja, le hacemos un nudo y al atardecer, cuando
ya las sombras nos esconden, nos decidimos a salir a pasear con nuestro particular
equipaje. En la mano una pala pequeña, de esas que llevan una rueda y
convierten la pala en una azada. Son recuerdos de tiempos de juventud, cuando
uno practicaba montañismo, espeleología y esas cosas. Ahora sirve como pala
enterradora.
En el enorme
descampado donde solemos ir a pasear, entre conejos, arbustos, tomillos y matorrales, nos detenemos. Nora, seria y circunspecta
como soldado que hace los honores, contempla como sobre un montículo de tierra
blanda y suelta, donde los conejos suelen acercarse a hacer agujeros, cabo una
suficiente oquedad y allí, comprimido, entierro el bulto de indumentaria
histórica. A toda prisa cumplo con el sepelio de la cosa, esparzo por encima
matorrales y cacas de conejos y luego, Nora y yo nos quedamos en silencio,
contemplando en la oscuridad el túmulo. Sobre
nuestras cabezas, un techo de estrellas. Entonces saco de mi bolsillo una armónica y suenan los compases del “toque
del silencio”. Entre el respeto y la emoción, un nudo nos ahoga las gargantas. Cuánta vida,
cuánta historia yace en aquel lugar. Tres piedras, una sobre otra, señalan el
sitio. Tres piedras como otras cualquiera. Nadie las verá extrañas; sin
embargo, para nosotros aquel lugar será ya el cementerio de nuestro pasado.
Nora alza el hocico,
huele el viento, y pareciera querer oler el último aire que desprendan las
ropas y guardarlo en su memoria.
En silencio
volvemos a casa. No estamos tristes, pero tampoco contentos. Hemos cumplido con
el propósito de eutanasiar a quiénes en realidad ya estaban muertos. Pero nos
queda la grave responsabilidad de vivir nuestras vidas siguiendo su ejemplo.
Como decía
Miguel Delibes: “Al palpar la
cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que
banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos
insoportablemente banales.”
FIN
Gran frase de comienzo... da que pensar, los dias que tenemos unas veces tan blancos otras tan negros
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