viernes, 15 de noviembre de 2013

LA SOMBRA


Llega el fresco, que no el frío. Adiós, por el momento, a sandalias, mangas cortas y pantalones de lo mismo, y bienvenidos calcetines, zapatos, camisas y cazadoras. De todas formas esto durará poco y dentro de unos días esta tierra volverá a ser lo que es: la casa de la primavera.
Mientras sale algo de sol Nora y yo aprovechamos para pasear. Es  bueno pasear junto al mar. Serán su infinitud y color lo que relaja y hace pensar, dándole a todo una perspectiva diferente. El mar es  bueno para la salud física y mental, facilita el pensamiento, el sosiego del espíritu y nos deja pequeños, como lo que somos, al lado de la inmensidad azul. A Nora y a mí  nos gusta sentarnos en uno de los banquitos de madera junto al mar, en los acantilados de las calas, y allí, recibiendo el aire y el yodo, y dejando descansar la mirada en el horizonte, nos quedamos quietos un buen rato.
Después de tres paseos y dos buenas comidas, Nora y yo nos recogemos al acabar la tarde. Ella, cansada, se relaja en su cama mientras yo peleo con el Encore intentando escribir en un pentagrama la música de “Sin Ti”. La oigo roncar. Me da pena que se duerma allí, porque luego la tengo que despertar y subir al dormitorio donde dormimos juntos. Su camita junto a la mía. Ella y su artrosis. Mecachis.
Pasadas las horas, a todo roncar, se despierta una vez a beber agua y aprovecho para recoger su cama y subirla. Ella ya sabe, y después de mentalizarse del esfuerzo que debe hacer sube los peldaños con decisión de sufrido montañero para que el sacrificio acabe cuanto antes. Al fin la paz de la cama, la oscuridad y silencio del dormitorio que invita a descansar.
Como sé que se levanta si yo no estoy, decido acostarme también. Ella me oye respirar y moverme y eso la tranquiliza y la lleva al sueño profundo.
No sé cuánto tiempo pasó pero, en mi duerme vela, abrí los ojos en la oscuridad por un frío repentino. Me incorporé y cogí la cubierta retirada a los pies cuando observé, delante de la cama,  una extraña y oscura sombra dentro de la ya oscura habitación. Me quedé  fascinado. Una negritud tan intensa, dentro de la oscuridad… Mi cabeza, confusa, no acababa de entender el fenómeno. Todo era frío y silencio, un silencio como pocas veces y un frío más que intenso, helado. Poco a poco fui siendo consciente de la situación y pregunté:
—¿Eres la muerte?
No hubo respuesta, así que volví a preguntar:
—¿Vienes por mí?
La angustia se apoderó de mi mente. Muerto yo, allí, ¿qué sería de Nora al despertar? Entonces vi que la oscura sombra se  hacía más grande, y como una capa negra se disponía a cubrir a Nora.
Tuve un gesto desesperado.
—¡Espera! ¡Ella no!
La sombra se detuvo, se irguió de nuevo, muda, plantándose ante mi cama y yo seguí diciéndole:
—Hay mucha gente que depende de ella. Hace mucho bien. Despierta sonrisas, abre corazones, provoca la ternura, da besos interminables. A su alrededor no hay más que felices y agradecidos rostros… Déjala aún, tiene mucho que dar y recibir. Llévame a mí.
Tras unos instantes la sombra se ensanchó y trató de cubrirnos a los dos y volví a decir.
—¡Espera, no, así no!
Me levanté  a por Nora. Estaba rígida y fría y supuse que había muerto. La cogí en brazos y la puse en mi cama, con su cabeza apoyada en la almohada. Yo me costé a su lado, la abracé, sentí su cuerpo y me apreté a ella. Entonces la sombra se hizo enorme, nos cubrió a los dos y se hizo la nada.
Un dolor en las caderas me decía que era hora de cambiar de postura. Pero caramba, ¿cómo puedo pensar esto si estoy muerto? Abrí un ojo dispuesto a contemplar con horror el vacío pero descubrí la suave luz de la madrugada en la ventana. Mi cabeza, confundida, no sabía que pensar. No sabía si estaba arriba, abajo, dentro o fuera. Descolocado por completo, perdida toda localización espacio temporal, abrí los ojos completamente y pude reconocer, no sin esfuerzo las formas familiares de la habitación. Los armarios, las sillas, la ropa, la cama… Estoy aquí —me dije—, no me marché. Entonces…
Fue como un subidón repentino de adrenalina, algo tan  fuerte que incluso me   incorporé de un salto a ver… a verla… Nora estaba allí, roncaba, respiraba profundamente. Mis ojos dejaron escapar lágrimas de felicidad, pucheros de angustia liberada. Nora despertó. Abrió los preciosos y brillantes ojos negros, me miró y al verme de pie se incorporó dispuesta a repetir su ceremonia amorosa de cada mañana: llenarme las manos de besos, incansablemente. ¿Será eso lo que deberíamos hacer todos los días?
Me arrodillé, la abracé y masajeé su cuerpo artrósico y, cuando íbamos a bajar para comenzar un nuevo día, alcé la mano para apagar la luz junto a la puerta y miré la cama. Estaba llena de pelos de Nora. Me dije: tengo que cambiar las sábanas.
El nuevo día estaba allí. Aire, nubes, sol, Nora, yo, paseo, el mar…


FIN

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