He hecho
una visita a mi amigo el maestro. Válgame dios, si lo sé no vengo, como decía
el cómico. La casa de mi amigo es un remanso de paz, solo roto por los vecinos
pesados que cortan sus céspedes, o el que hace bricolaje en la terraza de su
casa sin importar una higa el ruido que pueda hacer. O sea, es un remanso pero
menos. Al menos lo suficiente para que mi amigo deje escapar el vapor de la
presión acumulada por años de colegio. Menos mal que la ceremonia del té,
aunque sea a las cinco y media, nos reconcilia con la civilización. Estas
costumbres inglesas, que nos parecen tan ñoñas y teatrales, en realidad dan un
cierto orden a la vida y, bien hechas, son causa de buenas relaciones y
agradables charlas. A mi amigo se las recomendó un psicólogo. El té de las
cinco lo hace él un poco después, pero sigue las normas a rajatabla. Y le va
bien. El espíritu se le serena, el alma se le esponja y de la mente surgen
ideas que dan pie a desarrollar la fluidez verbal, tan necesaria para él. Hoy, como no, la conversación, casi monólogo,
porque el necesitado de hablar es él y no yo, transcurre por las nuevas
tecnologías que «amenazan», según sus palabras, a la escuela. Y cuenta:
«Cuando no
se sabe muy bien por dónde echar, aparecen como una novedad, dispuestas a
solucionarlo todo, las nuevas tecnologías. Cualquier cosa que delante lleve la
palabra «nuevo» se convierte en magia pura, oye. Y así, hay personas, siempre
desde despachos, que quieren descubrir una y otra vez el Mediterráneo,
simplemente mirándolo desde ángulos distintos, poniéndole la etiqueta de «nuevo»
para que cuele bien. Y el mar ya estaba ahí, no digo que inmutable, pero siendo
él mismo desde hace millones de años.» —Yo
me limito a asentir y dar un sorbo a mi té.
«Planes y
más planes, estadísticas, pruebas nacionales e internacionales, exámenes,
cambios y más cambios, cursos, cursillos, cursitos, títulos y más títulos,
inventos e inventitos, aportaciones extrañas, complejos montajes intelectuales,
filosofías mil, estrategias, proyectos, objetivos cortos y largos... Educar para
vivir, para la vida, para la libertad, para… La educación parece un mar revuelto, una
marejada siempre en continuo sube y baja, un ven y vas, que tiene a sus navegantes
mareados de tanto pensamiento, ideología, filosofía, intención, estrategia e
invento. Y detrás de una ola no se espera más que otra. Y nunca la mar calma. La
verdad es que lo único que consiguen es que los profesionales de la enseñanza nos
cansemos, nos hartemos, y como no nos acostumbramos a estos movimientos constantes
aprendemos a subsistir sin creer ya en nada, vacíos de todo, simplemente agarrándonos
a lo que podemos ante el embate de las olas de ordenanzas, planes, estrategias,
supuestas calidades y un sinfín de cosas más. Y del meollo de la cuestión no se sabe, no se quiere
o no se puede saber. O todo a la vez. Todavía no hay nadie que se dé cuenta de que
toda la modernidad de pizarras electrónicas, ordenadores y tabletas en clase,
que programaciones, transversalidades y demás interminables zarandajas no
llevan a ninguna parte, y no son más que olas en el mar revuelto que marean al
personal y que nos hacen vomitar de cansancio entre una y otra. Pasa el tiempo
y una y otra vez los resultados son los mismos. Todo eso está hueco, aporta tan
poco que se convierte en un fin en sí mismo. Apariencia de eficacia y
modernidad. La política es así. Si quieres pasar a la historia de la modernidad
y los cambios gástate mucho dinero, aunque no sirva para nada.» —Nuevo
asentimiento. Nuevo sorbo.
«Con lo fácil
que es comprender que la escuela es el reflejo de la sociedad. Lo tenemos dicho
en otras ocasiones. Nada de eso soluciona nada si los valores en juego son los
mismos. Hay países con grandes éxitos en educación sin tener que acudir a tanta
burocracia, tanta tecnología, tanta calidad, tanta norma nueve mil… no se qué y
tanto barro en las ruedas para avanzar con éxito». —Suelta un taco mientras yo asiento
nuevamente.
«Quiere
usted cambiar la escuela? ¿Quiere usted tener gente con valores sociales indispensables
de honradez, seriedad en el trabajo, responsabilidad y respeto en la vida? ¿Con
interés por la ciencia y la investigación? ¿Quiere usted que la cultura sea un
bien deseable por todos, admirada y valorada por todos? ¿Quiere que la gente
lea, sepa hablar y escribir, escuchar, pensar, crear, inventar o descubrir?
¿Quiere una sociedad dinámica en todos los sentidos? Pues empiece por la
sociedad, oiga. Repito —me dice—: no es la escuela quien cambia la sociedad,
sino la sociedad la que tiene la escuela que quiere, según los modelos que le
transmiten, los valores que le dan como buenos, que le fluye, o que le han
hecho fluir. La sociedad es el espejo donde se mira la escuela.»
«Y es muy fácil
manejar la sociedad. Los gobiernos y partidos populistas lo hacen constantemente.
La gente se mueve, nos movemos, por emociones y sentimientos. Nadie analiza
nada objetivamente. Y menos si tiene que ver con la política. Y todo es
política, oye. Si es gratis, si habla de igualdad y esas cosas, es bueno. Luego
descubrimos que nada es gratis y que la igualdad es por abajo, no por arriba,
matando a todos los que la naturaleza o las circunstancias ha hecho emprendedores,
o tienen madera de líderes, o saben ser más eficaces… O son más honrados. Tantas
cosas. Cosas muertas actualmente. No solo no destacamos en nada, además nos
salen gusanos podridos por todas partes —Ríe—. Por algo será. No es que las
madres españolas pongan huevos podridos. Los bebés al nacer eran buenos y bonitos, faltaría más. Pero después,
fueron absorbiendo ese aceitillo social espeso que nos unta todo y…»
«Esa sí
sería la gran revolución en España. El gran cambio. Todo lo demás… olas que
pasan, una y otra vez, una tras otra, años y años, generaciones y generaciones.
Y mientras discutimos si llamamos educación comprensiva, significativa, si
galgos o podencos, o lo que quieran llamar, nos vamos quedando
irremediablemente detrás en la historia, anclándonos en la mediocridad, cuando
no directamente en la indigencia cultural y en la otra, que todo va junto. Mientras
los maestros nos dedicamos al papeleo y más papeleo, mientras la escuela es una
cascara de nuez sometida a los embates de la hipocresía, la demagogia y el populismo,
todo será siempre un fiestorro del tipo botellón, pero muy caro, eso sí. Porque
es propio de los que no saben qué hacer, o no quieren, gastar mucho dinero para
que la incultura por lo menos se adorne de oropeles y nos parezca un avance
cuando no es nada. Y entre tanto, dineros que se pierden, que de esto sí
sabemos mucho. Y así una y otra vez. Los romanos lo inventaron, ya sabes, con
su «pan y circo». A las pruebas me remito.» —Un sorbo de té me acompaña después
del afirmativo gesto de cabeza.
«En los
años ‘franquistas’ —prosigue—, cuando la miseria era general en España, de la
que fuimos saliendo poco a poco, y no existían ninguna, ninguna de las
tecnologías con las que hoy se adorna la escuela, y las corrientes pedagógicas
—que las había porque las ha habido siempre—, estaban guardadas en el bahúl de
los recuerdos, la gente, que tenía ganas de aprender, que consideraba la
escuela como un lugar para educarse, adquirir conocimientos y salir de la
miseria sabían mucho más que ahora. Socialmente, aún en la miseria, era de dominio
público que la educación era, es, un bien necesario. De dominio público. Las
matemáticas que resolvíamos aquellos niños son ahora cosa de ingenieros. Los
problemas matemáticos tenían enjundia, las operaciones, la lectura y la
escritura tenían enjundia. Y todo era un estuche de madera, unos cuantos
lápices, goma, sacapuntas o cuchilla y… el gran secreto, la esencia de todo
esto: ganas e ilusión.»
Hicimos una
breve pausa para tomar unas galletas, como manda la tradición. Y entre tanto mi
amigo vuelve a cargar de munición su razonamiento apasionado.
Me cuenta
mi amigo que hay niños que hoy, solo en estuches, lleva más de dos kilos en la
mochila. «Con todo tipo de maravillas: rotuladores, plastidecores,
fluorescentes, lápices de colores, ceras… Nunca aprender tan poco ha costado
tanto —dice—. «Y a eso añádele las aportaciones del colegio: pizarra electrónica,
ordenadores, tabletas, etc. etc. Y a eso añádele también las florituras ortopédico-pedagógicas,
papeleos mil…
Y la
sustancia… en otra parte.»
«Los
mareantes de turno proponen planes similares a tal o cual país. Como si los
seres humanos no fuésemos iguales en todas partes. No es el modelo sueco,
americano, alemán, inglés, finlandés o coreano.
Que no es eso, señores. El modelo de escuela responde al modelo social.
Cambie usted el modelo social, y deje de copiar, hombre. Y copiar mal, además.
Hemos seguido sistemas americanos, japoneses… Ahora estamos funcionando como si
fuésemos una fábrica de coches. ¿Pero… es que somos coches? ¿Somos
herramientas? ¿Se fabrican coches en el colegio? ¿Productos cárnicos tal vez?
Entonces por qué y para qué tanto papeleo, tanta norma nueve mil, tanto tiempo
perdido en tantas cosas?»
«Empiece
usted por introducir los valores necesarios, que se perdieron por el camino.
Recupérelos. Comprometa usted a las televisiones y los medios de comunicación
que son realmente los educadores, los transmisores de los lemas de la
propaganda política; los que crean conciencia, moda y costumbre. Consensue usted con todo lo consensuable.
Dígales que no todo vale. Libere a la justicia. Muestre a la juventud situaciones
de grandeza de espíritu, de entrega, de sacrificio, de honor, de libertad, de
saber, de honradez, de conocimiento, de sed de saber, de investigación, de
progreso, de altruismo, de… Proponga hombre, proponga. Ponga usted de moda la
cultura, la educación, la honradez y el respeto. Y luego, de todo eso, saldrá la
escuela que perpetúe esos valores. Verá usted como no somos los más tontos del
patio común europeo ni nada de eso. Sea usted generoso con su país, hombre de
dios… Pero no nos engañen con las tecnologías, como si estas fuesen la panacea
que nos cura todos los males.»
—¿Otra taza
de té?
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