miércoles, 10 de junio de 2015

EL VIEJO MAESTRO




No me gusta llamarle «viejo profesor», porque es hombre que tiende con facilidad a la melancolía, hija de la tristeza, y debe conservar el ánimo el tiempo suficiente para llegar a donde la vida le llegue. Él, como todos, tiene sus heridas del alma aun abiertas y todavía brota por ellas la sangre de sus batallas. Pero además no le gusta la palabra «profesor». Él se considera un «constructor» de personas; es decir, un «maestro».
Nuestra charla, entre azules marinos y las calas donde el mar se refugia abrazado por la tierra, se sitúa en su tema favorito: la enseñanza.
Partimos de la base común de que no se puede  enseñar sin educar ni educar sin enseñar. Son palabras unidas hija de la misma familia: la construcción personal. Me comenta el viejo maestro la frustrante incapacidad de los maestros de hoy por enseñar y/o educar. Todo está tan dirigido, tan atado y bien atado, que no pueden experimentar la sana emoción de enseñar.
Sumido en planes, subplanes, proyectos, subproyectos, estrategias, programaciones, objetivos, transversalidades y mil «puñeterías» más, ocupa todo su tiempo y esfuerzo entre reuniones, revisiones, refuerzos, evaluaciones de las evaluaciones, registros de registros y el consiguiente sinfín de papeles, gráficos y porcentajes, pareciéndose más al ejecutivo de una empresa de aceites minerales que a un conductor de almas. Mi viejo maestro llega a pensar si todo eso no es más que un invento del demonio con el fin de destruir los cimientos de la sociedad, y hacérsela a él más masticable. Lo cierto es que los resultados académicos, y no solo ellos, le dan la razón, pues son cada vez peores. Y en cuanto a la calidad humana… Pero nadie parece alarmarse. Toda la maquinaria sigue, tal cual, desvencijando las almas infantiles con mil puerilidades.
Compara el hombre a los maestros de hoy, más que los de ayer, con los peones del ajedrez en el juego de la política, donde el protagonismo educativo lo tienen los alfiles, las torres, los caballos, reinas y reyes, representados por sindicatos, asociaciones de padres, poderes autonómicos, estatales, empresariales, etc. etc. Ya se sabe que los peones son sacrificables por causa de las estrategias del juego.
Las consecuencias, enfermedades aparte, es que el maestro se siente minusvalorado, carente de motivación y voluntad, impotente y poco apto para construir nada. Y naturalmente el lema común es «resistir», es decir, llegar al final aunque sea sin honor, lo suficientemente vivo para jubilarse en las mejores condiciones de salud. Nadie se ha atrevido seriamente a considerar la pérdida de salud de los maestros, seguramente porque si se las tratara como una enfermedad laboral (que lo son), las indemnizaciones y jubilaciones serían extraordinarias.
Sin embargo ―prosigue su charla―, no cualquier tiempo pasado fue mejor, pero algunos sí lo fueron. Durante la EGB, que en verdad fue el empezose del acabose, que diría Mafalda, hubo años en que la alegría, la euforia, la libertad, la ilusión renovadora empapó a muchos maestros y se hicieron cosas importantes. Mi viejo maestro me habla del «Método de Proyectos», como uno de aquellos vivificantes logros.
El «proyecto» era en realidad una excusa, un motor de ilusiones, un provocador de esfuerzos, saberes y trabajos con sentido para el que lo realiza, porque no hay cosa más alienante que un trabajo carente de sentido, solitario, monótono y triste. Los trabajos tienen que emocionar, y el método, dice mi amigo, es/era emoción y te hace, o hacía, estar siempre motivado. Sabes por algo y para algo: el proyecto.
¿Y qué es el proyecto? dices mientras clavas en mi pupila  tu pupila azul. El proyecto eres tú. Se ríe, recordando quizá el poema de Bécquer, y explica que en realidad el proyecto es el maestro, que se convierte en un hábil canalizador de las virtudes de los infantes a través de una excusa educativa. Pero eso era antes, cuando el maestro vivía la educación. Ahora es el oscuro peón que la sufre.
Dejándose llevar por los recuerdos, advierto un brillante punto de luz en sus ojos cansados y me cuenta, rejuvenecido por momentos, de la alegría de vivir aprendiendo, de sentir y emocionarse mientras se vivía la experiencia. Y me contó un proyecto: construir a escala una masía, una casa de campo. Para los chicos de ciudad, nada más misterioso. Y para comenzar, una visita, claro, a una masía.
Recordaba el maestro aquella experiencia. Los chicos, por grupos, haciendo dibujos, que luego se convertirían en planos a escala, tomando medidas, haciendo fotos, tomando notas. Aquí el pajar, allá los animales, en esta parte los útiles de labranza, en esta zona la casa, con su cocina, sus dormitorios, su patio. Y luego en clase, primero en la pizarra y luego cada uno en su cuaderno pasar de metros a centímetros cada objeto o espacio que había medido. Luego… todo lo demás.
Hubo que volver varias veces, incluso para medir el ángulo del tejado. Y después mil tipos de problemas, y explicaciones geográficas, y palabras, vocabulario, y medidas y precios, y plantas y animales…
Entre tanto ―cuenta agitado―, en el centro de la clase se iba levantando a escala aquella masía. Y hubo que hacerle tejas con arcilla, ladrillos pequeñitos, y modelar animales de plastilina, y plantas y pequeños sembrados como si fuera un Belén. Y uno, por voluntad propia, había hecho un precioso árbol, otro una palmera con sus dátiles, otro el perro de la finca, o la noria de donde sacaban agua…Y cada día la veíamos crecer. Ocupaba el centro de la clase y todos los alumnos estaban a su alrededor, de manera que le tenían siempre presente iluminando la imaginación,  alentando la voluntad de aprender. Y hubo que pintar, recortar, dibujar, modelar, calcular, escribir… y sobre todo, trabajar para un fin con ilusión renovada. ¡Oh felices tiempos! ―exclama emocionado.
De pronto cambia la expresión de su cara, como sintiendo pena de no se sabe bien qué profundidades de su alma y me dice…
―Mis compañeros… la última vez que les vi…, ninguna sonrisa había en sus bocas…,  ninguna chispa en sus ojos... Eran miradas de resignación, de cansancio, de hastío. Como plantas que no se riegan, languidecen día a día sumidos en la tristeza del no saber por qué ni para qué, mientras a su alrededor, los infinitos papeles les bailan la danza de la muerte de su vocación.


De pronto se queda mudo, mirando al acantilado. Las aguas mansas dejan ver el fondo rocoso, pero sin vida, tal vez como su propia alma. Le pongo una mano en el hombro: Te invito a un helado maestro, allá en la playa.

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