No me gusta
llamarle «viejo profesor», porque es hombre que tiende con facilidad a la
melancolía, hija de la tristeza, y debe conservar el ánimo el tiempo suficiente
para llegar a donde la vida le llegue. Él, como todos, tiene sus heridas del
alma aun abiertas y todavía brota por ellas la sangre de sus batallas. Pero
además no le gusta la palabra «profesor». Él se considera un «constructor» de
personas; es decir, un «maestro».
Nuestra
charla, entre azules marinos y las calas donde el mar se refugia abrazado por
la tierra, se sitúa en su tema favorito: la enseñanza.
Partimos
de la base común de que no se puede
enseñar sin educar ni educar sin enseñar. Son palabras unidas hija de la
misma familia: la construcción personal. Me comenta el viejo maestro la
frustrante incapacidad de los maestros de hoy por enseñar y/o educar. Todo está
tan dirigido, tan atado y bien atado, que no pueden experimentar la sana
emoción de enseñar.
Sumido en
planes, subplanes, proyectos, subproyectos, estrategias, programaciones, objetivos,
transversalidades y mil «puñeterías» más, ocupa todo su tiempo y esfuerzo entre
reuniones, revisiones, refuerzos, evaluaciones de las evaluaciones, registros
de registros y el consiguiente sinfín de papeles, gráficos y porcentajes, pareciéndose
más al ejecutivo de una empresa de aceites minerales que a un conductor de
almas. Mi viejo maestro llega a pensar si todo eso no es más que un invento del
demonio con el fin de destruir los cimientos de la sociedad, y hacérsela a él
más masticable. Lo cierto es que los resultados académicos, y no solo ellos, le
dan la razón, pues son cada vez peores. Y en cuanto a la calidad humana… Pero
nadie parece alarmarse. Toda la maquinaria sigue, tal cual, desvencijando las
almas infantiles con mil puerilidades.
Compara
el hombre a los maestros de hoy, más que los de ayer, con los peones del
ajedrez en el juego de la política, donde el protagonismo educativo lo tienen
los alfiles, las torres, los caballos, reinas y reyes, representados por
sindicatos, asociaciones de padres, poderes autonómicos, estatales,
empresariales, etc. etc. Ya se sabe que los peones son sacrificables por causa
de las estrategias del juego.
Las
consecuencias, enfermedades aparte, es que el maestro se siente minusvalorado,
carente de motivación y voluntad, impotente y poco apto para construir nada. Y
naturalmente el lema común es «resistir», es decir, llegar al final aunque sea
sin honor, lo suficientemente vivo para jubilarse en las mejores condiciones de
salud. Nadie se ha atrevido seriamente a considerar la pérdida de salud de los
maestros, seguramente porque si se las tratara como una enfermedad laboral (que
lo son), las indemnizaciones y jubilaciones serían extraordinarias.
Sin
embargo ―prosigue su charla―, no cualquier tiempo pasado fue mejor, pero
algunos sí lo fueron. Durante la EGB, que en verdad fue el empezose del
acabose, que diría Mafalda, hubo años en que la alegría, la euforia, la
libertad, la ilusión renovadora empapó a muchos maestros y se hicieron cosas
importantes. Mi viejo maestro me habla del «Método de Proyectos», como uno de
aquellos vivificantes logros.
El
«proyecto» era en realidad una excusa, un motor de ilusiones, un provocador de
esfuerzos, saberes y trabajos con sentido para el que lo realiza, porque no hay
cosa más alienante que un trabajo carente de sentido, solitario, monótono y
triste. Los trabajos tienen que emocionar, y el método, dice mi amigo, es/era
emoción y te hace, o hacía, estar siempre motivado. Sabes por algo y para algo:
el proyecto.
¿Y qué es
el proyecto? dices mientras clavas en mi pupila
tu pupila azul. El proyecto eres tú. Se ríe, recordando quizá el poema
de Bécquer, y explica que en realidad el proyecto es el maestro, que se
convierte en un hábil canalizador de las virtudes de los infantes a través de
una excusa educativa. Pero eso era antes, cuando el maestro vivía la educación.
Ahora es el oscuro peón que la sufre.
Dejándose llevar por los recuerdos, advierto un brillante punto de
luz en sus ojos cansados y me cuenta, rejuvenecido por momentos, de la alegría
de vivir aprendiendo, de sentir y emocionarse mientras se vivía la experiencia.
Y me contó un proyecto: construir a escala una masía, una casa de campo. Para
los chicos de ciudad, nada más misterioso. Y para comenzar, una visita, claro,
a una masía.
Recordaba el maestro aquella experiencia. Los chicos, por grupos,
haciendo dibujos, que luego se convertirían en planos a escala, tomando
medidas, haciendo fotos, tomando notas. Aquí el pajar, allá los animales, en
esta parte los útiles de labranza, en esta zona la casa, con su cocina, sus
dormitorios, su patio. Y luego en clase, primero en la pizarra y luego cada uno
en su cuaderno pasar de metros a centímetros cada objeto o espacio que había
medido. Luego… todo lo demás.
Hubo que volver varias veces, incluso para medir el ángulo del
tejado. Y después mil tipos de problemas, y explicaciones geográficas, y
palabras, vocabulario, y medidas y precios, y plantas y animales…
Entre tanto ―cuenta agitado―, en el centro de la clase se iba
levantando a escala aquella masía. Y hubo que hacerle tejas con arcilla, ladrillos
pequeñitos, y modelar animales de plastilina, y plantas y pequeños sembrados
como si fuera un Belén. Y uno, por voluntad propia, había hecho un precioso
árbol, otro una palmera con sus dátiles, otro el perro de la finca, o la noria
de donde sacaban agua…Y cada día la veíamos crecer. Ocupaba el centro de la
clase y todos los alumnos estaban a su alrededor, de manera que le tenían
siempre presente iluminando la imaginación,
alentando la voluntad de aprender. Y hubo que pintar, recortar, dibujar,
modelar, calcular, escribir… y sobre todo, trabajar para un fin con ilusión
renovada. ¡Oh felices tiempos! ―exclama emocionado.
De pronto cambia la expresión de su cara, como sintiendo pena de
no se sabe bien qué profundidades de su alma y me dice…
―Mis compañeros… la última vez que les vi…, ninguna sonrisa había
en sus bocas…, ninguna chispa en sus
ojos... Eran miradas de resignación, de cansancio, de hastío. Como plantas que
no se riegan, languidecen día a día sumidos en la tristeza del no saber por qué
ni para qué, mientras a su alrededor, los infinitos papeles les bailan la danza
de la muerte de su vocación.
De pronto se queda mudo, mirando al acantilado. Las aguas mansas
dejan ver el fondo rocoso, pero sin vida, tal vez como su propia alma. Le pongo
una mano en el hombro: Te invito a un helado maestro, allá en la playa.
Y cuanta verdad tienen las reflexiones de el viejo maestro...
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