Un niño, vecino de casa, llama a su abuela desde el piso
superior de la vivienda por la ventana. La abuela estaba sentada abajo, en la
terraza, tomando el escaso fresco de la noche del verano. Y la voz tajante,
urgente y autoritaria: ¡abuela, agua!
Dos palabras. Una orden.
La abuela, en primer lugar, y dado que lo habíamos oído
algunos vecinos, se hizo la fuerte contestando que bajara a por ella, que no
creería que iba a subir. Pero finalmente hubo un acercamiento mutuo y la abuela
se levantó a ponerle agua. A un niño de once años.
Pero no solamente eso. Luego que la abuela se marchó con una
vecina a pasear, el niño, que estaba viendo la tele en el piso superior, le
ordenó al abuelo que le hiciese un colacao. ¡En tazón! Le gritó. Y el abuelo,
que no había preparado nada de eso en su vida estuvo luchando por preparar lo
que el jefe de la casa le ordenaba. Y para más inri, viendo que no sabía, se
levantó el niño, bajó y estuvo junto a su abuelo conduciéndole todo el proceso.
Once años, repito.
Y hablando de Babilonia me contó él la cena de unos vecinos
ingleses y alemanes que tenía junto a su casa. Por supuesto a las siete de la
tarde, y por supuesto charlaban y hablaban en voz alta, muy distendidos y
alegres por aquello de las vacaciones, y
por eso se enteró de algunas de las cosas que decían. Los niños, y los mayores, cuando pedían algo
en la mesa, añadían invariablemente la palabra por favor. En inglés, por
supuesto. Era una palabra ―me decía― que tienen a menudo en la boca y repiten
como una muletilla. Y si algún contratiempo sucede en la mesa, algo que se cae,
algo que se mancha, algo que represente un contratiempo, rápidamente la voz de
lo siento, lo lamento o perdón, invariablemente expresa la contrariedad que el
causante siente sobre el asunto y aplaca
las iras ―si las tuviera― del sufridor de turno.
Entre las muchas pérdidas de valores de la sociedad actual está precisamente el haber perdido las normas
de urbanidad, las habilidades sociales, y por tanto el trastrocamiento de los
papeles. Los padres de los niños actuales, procedentes de aquella EGB que
desmontó tanto los valores que casi nos
quedamos en nada, eran así, fueron educados ya así, y por tanto han seguido
repitiendo el modelo que conocen. Y es imposible volver atrás. La autoridad, la
víctima de todo esto, se fundió como la
mantequilla. Y como alguien la tiene que ejercer, ante la dejadez de los
padres, temerosos de que les tachen de autoritarios o fascistas, la toman los
hijos, o los nietos.
Una de las muchas consecuencias es que al buscar trabajo, no
saben cómo comportarse, ni cómo saludar, ni cómo dirigirse a un superior.
Porque en el trabajo siempre hay alguien que es tu superior. Y acostumbrados a
ser el elemento superior en casa, y también en el colegio, no saben cómo hacerlo,
porque nunca lo han hecho. Aquello de niño calla cuando hablan los mayores, se
torna en todo lo contrario. Los mayores callan cuando los niños hablan.
Los padres de antes, pero no los de antes, sino los de
aaannnnteeessss, no tenían tantos conocimientos, ni sabían tanta ciencia ni
tantos idiomas, pero sabían comportarse, sabían las normas habituales de
convivencia y eso era algo reconocido por los vecinos, cuando uno se mostraba
con educación y respeto ante cualquiera. El médico, el maestro, el alcalde, el
farmacéutico, el dueño del bar, el vecino, el amigo… Lo aprendieron de sus
padres, esos primeros maestros de la vida. Y servía para que la vida fuera más
fácil. Es como el aceite en los motores. Lubrica, facilita la fricción sin
causar problemas mayores. Da respeto a quien habla y a quien escucha. Establece
una distancia mínima para que cada uno conserve su categoría humana.
A los españoles, decir gracias, perdón, por favor, nos
revienta. Para nosotros son palabras humillantes que nos rebajan. Un padre,
llegó enojado a decirme a mí ―me cuenta―, ante su hijo, en una mesa de
invitados por una comunión, y ante la forma autoritaria de desenvolverse y de pedir
del niño, al que llamé la atención, por supuesto sutilmente,
candorosamente, que no hacía falta pedir
por favor. Que si lo pide se le da y ya está. El buen hombre sentía que pedir
por favor era una humillación. Sentía que su hijo se arrodillaba y suplicaba mendicante
que le acercaran la cucharilla para comerse el helado. A ver quien es el guapo
que corrige al padre ―me dice.
En cambio ―prosigue― son tres palabras que te abren puertas,
te ofrecen reconocimiento y te permite que los demás te consideren. Y, en caso
de roce con alguien por una causa inesperada, automáticamente disuelve los
malos pensamientos y como una válvula de escape, deja salir la presión de la
mala leche y tornar la crispación en una sonrisa comprensiva.
Gracias, perdón por favor, era uno de los lemas que yo ―dice
recordando con nostalgia― manejaba en la clase. Pedir una goma por favor, dar
las gracias al devolverla, pedir perdón ante un tropiezo, en el fútbol, en
cualquier sitio… facilitaba muchísimo la convivencia. Eran ―dice entusiasmándose
por momentos― las tres palabras mágicas que solucionaban muchos problemas de la
vida. El abracadabra de la existencia.
Los niños estaban obligados a cumplirlas en clase, aunque de
vez en cuando había que recordarlas porque la tendencia… ya venía de nacimiento
y desde casa ―termina.
Es evidente que las normas sociales se han deteriorado. En
el trastoque de valores que venimos sufriendo, existe una sobre protección del
mundo infantil, retrasándoles la madurez. al tiempo que los padres se vuelven
niños. Los niños ya no son niños, sino príncipes en su principado, y están
acostumbrados a que se les agasaje sobremanera por cualquier cosa. Son los
reyes del mambo.
Te cuento ―me dice―. Una tarde. Salían los niños del cole y
se amontonaban como siempre en la puerta. Salgo yo el último y veo una
manifestación, con pancartas y todo, formado por padres, vecinos y niños. Sin
más pensé que era eso, una manifestación. Estamos en época de reivindicar todo.
Lo que sea. La manifestación, con la pancarta en cabeza se detiene frente al
colegio. Yo pensé que aprovechaban el público que se agrupa a esa hora para
manifestarse por lo suyo. Expectación garantizada. Y me entretuve en leer la pancarta:
Felicidades Paquito.
Pues sí. La manifestación era un recibimiento que los padres
y amigos habían montado a un niño de la clase. Razón: cumplir nueve años.
Detrás de la pancarta estaban los vecinos y amigos de los padres y del niño que
participaban de la fiesta que vendría a continuación. Para el niño fue una
sorpresa. Ni a los actores de Hollywood
se les recibe igual en ninguna parte, salvo esas excepciones
festivaleras de alfombra roja. Imagínate a ese niño que por cumplir el gran
mérito de los nueve años, se le hace una manifestación y un agasajo que para sí
quisieran los premios Nobel.
De modo que si a la sobredosis de protagonismo infantil,
unimos la infravaloración de las normas sociales, cuando no su ausencia… pues resulta lo que tenemos un producto social
que viene que ni pintiparado para ser espectadores continuos del Gran Hermano,
Sálvame que me ahogo, la Isla, Desnudos en la Porquera y todo eso que se luce
en las TV que todos sabemos. Porque
vamos a ver, hace falta pasta, mucha pasta, y gente que la produzca. Si
la gente es educada y culta… no hay espectadores, no hay anuncios. Entonces… ¿quién
va a pagar la fiesta? De modo que hay que desmontar, como se desmontó y se
sigue desmontando, todos los valores habidos y por haber. No hay nada como
tirar lo viejo para construir algo nuevo. Abajo el pretencioso y elitista Museo del
Prado y en su lugar construyamos casas de protección oficial, que luego puedan
ser ocupadas por los Okupas de turno. Qué maravilla.
Eso, tú dales ideas.
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