domingo, 9 de agosto de 2015

GRACIAS, PERDÓN, POR FAVOR







 
Un niño, vecino de casa, llama a su abuela desde el piso superior de la vivienda por la ventana. La abuela estaba sentada abajo, en la terraza, tomando el escaso fresco de la noche del verano. Y la voz tajante, urgente y autoritaria: ¡abuela, agua!
Dos palabras. Una orden.
La abuela, en primer lugar, y dado que lo habíamos oído algunos vecinos, se hizo la fuerte contestando que bajara a por ella, que no creería que iba a subir. Pero finalmente hubo un acercamiento mutuo y la abuela se levantó a ponerle agua. A un niño de once años.
Pero no solamente eso. Luego que la abuela se marchó con una vecina a pasear, el niño, que estaba viendo la tele en el piso superior, le ordenó al abuelo que le hiciese un colacao. ¡En tazón! Le gritó. Y el abuelo, que no había preparado nada de eso en su vida estuvo luchando por preparar lo que el jefe de la casa le ordenaba. Y para más inri, viendo que no sabía, se levantó el niño, bajó y estuvo junto a su abuelo conduciéndole todo el proceso. Once años, repito.
 Le contaba yo esto a mi viejo amigo, el maestro, y en su cara se notaba que podría contarme anécdotas mil de este tipo. Como tantas veces, paseábamos con los perros por la orilla del mar, entre las calas de esta Babilonia de nuestros pecados que es Torrevieja, de la que los dos esperamos que no  sea el espejo donde la Cuba del futuro se mire.
Y hablando de Babilonia me contó él la cena de unos vecinos ingleses y alemanes que tenía junto a su casa. Por supuesto a las siete de la tarde, y por supuesto charlaban y hablaban en voz alta, muy distendidos y alegres por aquello de las vacaciones,  y por eso se enteró de algunas de las cosas que decían.  Los niños, y los mayores, cuando pedían algo en la mesa, añadían invariablemente la palabra por favor. En inglés, por supuesto. Era una palabra ―me decía― que tienen a menudo en la boca y repiten como una muletilla. Y si algún contratiempo sucede en la mesa, algo que se cae, algo que se mancha, algo que represente un contratiempo, rápidamente la voz de lo siento, lo lamento o perdón, invariablemente expresa la contrariedad que el causante  siente sobre el asunto y aplaca las iras ―si las tuviera― del sufridor de turno.
Entre las muchas pérdidas de valores de la sociedad actual  está precisamente el haber perdido las normas de urbanidad, las habilidades sociales, y por tanto el trastrocamiento de los papeles. Los padres de los niños actuales, procedentes de aquella EGB que desmontó  tanto los valores que casi nos quedamos en nada, eran así, fueron educados ya así, y por tanto han seguido repitiendo el modelo que conocen. Y es imposible volver atrás. La autoridad, la víctima de todo esto,  se fundió como la mantequilla. Y como alguien la tiene que ejercer, ante la dejadez de los padres, temerosos de que les tachen de autoritarios o fascistas, la toman los hijos, o los nietos.
Una de las muchas consecuencias es que al buscar trabajo, no saben cómo comportarse, ni cómo saludar, ni cómo dirigirse a un superior. Porque en el trabajo siempre hay alguien que es tu superior. Y acostumbrados a ser el elemento superior en casa, y también en el colegio, no saben cómo hacerlo, porque nunca lo han hecho. Aquello de niño calla cuando hablan los mayores, se torna en todo lo contrario. Los mayores callan cuando los niños hablan.
Los padres de antes, pero no los de antes, sino los de aaannnnteeessss, no tenían tantos conocimientos, ni sabían tanta ciencia ni tantos idiomas, pero sabían comportarse, sabían las normas habituales de convivencia y eso era algo reconocido por los vecinos, cuando uno se mostraba con educación y respeto ante cualquiera. El médico, el maestro, el alcalde, el farmacéutico, el dueño del bar, el vecino, el amigo… Lo aprendieron de sus padres, esos primeros maestros de la vida. Y servía para que la vida fuera más fácil. Es como el aceite en los motores. Lubrica, facilita la fricción sin causar problemas mayores. Da respeto a quien habla y a quien escucha. Establece una distancia mínima para que cada uno conserve su categoría humana.
A los españoles, decir gracias, perdón, por favor, nos revienta. Para nosotros son palabras humillantes que nos rebajan. Un padre, llegó enojado a decirme a mí ―me cuenta―, ante su hijo, en una mesa de invitados por una comunión, y ante la forma autoritaria de desenvolverse y de pedir del niño, al que llamé la atención, por supuesto sutilmente, candorosamente,  que no hacía falta pedir por favor. Que si lo pide se le da y ya está. El buen hombre sentía que pedir por favor era una humillación. Sentía que su hijo se arrodillaba y suplicaba mendicante que le acercaran la cucharilla para comerse el helado. A ver quien es el guapo que corrige al padre ―me dice.
En cambio ―prosigue― son tres palabras que te abren puertas, te ofrecen reconocimiento y te permite que los demás te consideren. Y, en caso de roce con alguien por una causa inesperada, automáticamente disuelve los malos pensamientos y como una válvula de escape, deja salir la presión de la mala leche y tornar la crispación en una sonrisa comprensiva.
Gracias, perdón por favor, era uno de los lemas que yo ―dice recordando con nostalgia― manejaba en la clase. Pedir una goma por favor, dar las gracias al devolverla, pedir perdón ante un tropiezo, en el fútbol, en cualquier sitio… facilitaba muchísimo la convivencia. Eran ―dice entusiasmándose por momentos― las tres palabras mágicas que solucionaban muchos problemas de la vida. El abracadabra de la existencia.
Los niños estaban obligados a cumplirlas en clase, aunque de vez en cuando había que recordarlas porque la tendencia… ya venía de nacimiento y desde casa ―termina.
Es evidente que las normas sociales se han deteriorado. En el trastoque de valores que venimos sufriendo, existe una sobre protección del mundo infantil, retrasándoles la madurez. al tiempo que los padres se vuelven niños. Los niños ya no son niños, sino príncipes en su principado, y están acostumbrados a que se les agasaje sobremanera por cualquier cosa. Son los reyes del mambo.
Te cuento ―me dice―. Una tarde. Salían los niños del cole y se amontonaban como siempre en la puerta. Salgo yo el último y veo una manifestación, con pancartas y todo, formado por padres, vecinos y niños. Sin más pensé que era eso, una manifestación. Estamos en época de reivindicar todo. Lo que sea. La manifestación, con la pancarta en cabeza se detiene frente al colegio. Yo pensé que aprovechaban el público que se agrupa a esa hora para manifestarse por lo suyo. Expectación garantizada. Y me entretuve en leer la pancarta: Felicidades Paquito.
Pues sí. La manifestación era un recibimiento que los padres y amigos habían montado a un niño de la clase. Razón: cumplir nueve años. Detrás de la pancarta estaban los vecinos y amigos de los padres y del niño que participaban de la fiesta que vendría a continuación. Para el niño fue una sorpresa. Ni a los actores de Hollywood  se les recibe igual en ninguna parte, salvo esas excepciones festivaleras de alfombra roja. Imagínate a ese niño que por cumplir el gran mérito de los nueve años, se le hace una manifestación y un agasajo que para sí quisieran los premios Nobel.
De modo que si a la sobredosis de protagonismo infantil, unimos la infravaloración de las normas sociales, cuando no su ausencia…  pues resulta lo que tenemos un producto social que viene que ni pintiparado para ser espectadores continuos del Gran Hermano, Sálvame que me ahogo, la Isla, Desnudos en la Porquera y todo eso que se luce en las TV que todos sabemos. Porque  vamos a ver, hace falta pasta, mucha pasta, y gente que la produzca. Si la gente es educada y culta… no hay espectadores, no hay anuncios. Entonces… ¿quién va a pagar la fiesta? De modo que hay que desmontar, como se desmontó y se sigue desmontando, todos los valores habidos y por haber. No hay nada como tirar lo viejo para construir algo nuevo.  Abajo el pretencioso y elitista Museo del Prado y en su lugar construyamos casas de protección oficial, que luego puedan ser ocupadas por los Okupas de turno. Qué maravilla.
Eso, tú dales ideas.

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