Ya sabemos
que los valores humanos son como los valores de la bolsa: unos suben y otros
bajan. La libertad subió mucho. Si usted compró libertad estará contento porque
ahora tiene, afortunadamente, mucha más que antes. O eso parece, porque no
siempre es oro todo lo que reluce. Al final, como decía un gran amigo: «Don sin
din, capullos en latín.» Es decir, que dentro de los límites de la vida normal
y el consumo consiguiente —hay que comer—, si no hay dinero no hay libertad.
Pero de todas formas es un valor en alza, y al menos es un valor deseable, muy
nombrado y renombrado cada día, aunque me temo que no hablamos de lo mismo
todos al hablar de libertad.
En cambio
otros valores han bajado. La responsabilidad, la honestidad, el esfuerzo… casi
no tienen valor. Apenas se nombran y no entran en el valor cotidiano, en lo que
la gente desea para su vida. Digamos que no es un índice dentro del Ibex 35 de
los valores personales.
Otro valor en alza ha sido la alegría de
vivir. El cielo ya en la tierra. Por fin no hay que morirse para ser felices,
que ya era triste y contradictoria la cosa. Hoy todo debe ser alegre y
divertido. La comida divertida, la moda divertida, zapatos divertidos, el
trabajo divertido, las relaciones divertidas, las clases divertidas… La vida
toda debe ser divertida, un gran carrusel de colores, una fiesta permanente. De
pronto, todos nos hemos aniñado y no deseamos otra cosa, y es lo primero que preguntamos
y deseamos. Una chica le dice a un chico que le gusta porque «me haces reír». Y
en el colegio, los profes están tan condicionados por este valor en alza que
las clases se plantean más como momentos divertidos que como momentos de
aprendizaje. Para ser un buen profesor hoy debes ser un buen showman, de modo que los profes deberían
ya ir haciendo cursos de teatro. Menos pedagogía y más técnicas de
comunicación. Y tal vez al final de los estudios no dar títulos sino un
«Oscar».
Pero ya
sabemos todos que aprender no siempre es divertido. La mayoría de las veces es
incluso doloroso; aprender es un acto de sufrimiento. Supone un esfuerzo mental
por comprender, por aprehender, por interiorizar, porque aquello nos cambie por
dentro… Y eso a veces duele. Pero ahora ya no tiene por qué. Ya aprender es
como las vacunas infantiles: jarabes con sabores. Qué diver es todo.
Una madre
que despide a su hijo por la mañana cuando entra al cole le dice… «¡Pásatelo
bien!».
Al cole se
va a pasarlo bien, y las mentes infantiles no deben ser golpeadas con ideas, ni
suscitarles problemas agobiantes… No deben sufrir lo más mínimo. Todo es a base
de jarabes endulzados. Cada lección de un libro de texto no es más que eso. Una
gran página edulcorada con estampas, dibujos fotos enormes y alguna palabrita.
Por poner algo. Para que siga llamándose libro. Porque se podría llamar
colección de estampas de la naturaleza. O colección de estampas de física. O
de… lo que sea. «Mi colección de láminas de tablas de multiplicar», por
ejemplo. Por supuesto en colores. Unas palabritas, no muchas, ayudan al
entretenimiento y dan una sensación de cultura, de libro, pero sin abusar,
porque en la vida, oye, no hemos venido a sufrir, sino a «gosal, mi amol».
¡Asucal!
Como los
valores personales no se aprenden, no se compran, pasan de padres a hijos a
través de la transmisión cultural. Es aquello de la herencia, ya saben. Se
aprende lo que se ve y se vive. Como los padres de hoy han vivido ya esa nueva
concepción de la vida del placer permanente —se acabó la revolución—, los hijos de hoy, y los hijos de los hijos… etc.,
seguirán mamando esa visión hedonista de la existencia y la sociedad toda por
muchas generaciones, con lo cual los viejos valores que nos han traído hasta
aquí, a trancas y barrancas, pero nos han traído, irán poquito a poco
desvaneciéndose en las brumas del tiempo, hasta que desaparezcan de las
conciencias personales y colectivas, y
ya nadie sepa nunca lo que significa leer un libro, que te revolucione el
cerebro y el espíritu y te haga madurar. Niños, eternos niños. Al fin la fuente
de la eterna juventud. De modo que era eso, la incultura, la fiesta, la
alegría, la inconsciencia, lo que nos daría el cielo en la tierra. Qué facilón.
Y no lo habíamos descubierto hasta ahora. Siglos intentando encontrar el elixir
de la eterna juventud y lo teníamos a mano.
Ya no más
aquello de…«Ser o no ser, he ahí la cuestión». Porque a ver, qué nos importa a
nosotros ser o no ser. Eso no sirve para nada. No mola. No es guay. ¿Es
divertido? Ok. ¿No es divertido? No ok.
Es
estupendo ahorrarle a la vida, al creador, o a quién sea, el trabajo de
cincelarnos a base de golpes. Si, dolían, nos perfilaban, nos quitaban esas
aristas que nos cortaban a nosotros y a los demás, nos intentaban transformar a
través del aprendizaje doloroso que supone todo esfuerzo personal, nos hacían mejores, pero… no era divertido. Y
nosotros, ahora, al fin, en esta estadía de la humanidad, en esta parte de
nuestra historia, hemos comprendido que la vida es una tómbola, tom tom tómbola
de luz y de color.
Qué ingenuo
fue Buda, creyendo que había que hacer algo para evitar el sufrimiento, a base
de renunciar a todo. Qué iluso, Jesús de Nazaret, aceptando el sufrimiento
para, supuestamente, «redimir a la humanidad». Vaya pareja. Qué ridículos los
filósofos griegos, toda la familia aquella de los Sócrates, Aristóteles y los
Platones… Qué memos todos los que se han esforzado, luchado y perdido la vida
por una humanidad más culta, más responsable, más honesta. Qué tontos los que
dedicaron su vida a estudiar enfermedades y cómo curarlas, a descubrir tantas y
tantas cosas que sabemos y nos han ayudado a progresar. Tanto trabajo para
llegar a esto. Qué vidas perdidas, qué poca sabiduría han demostrado. Lo que
nosotros queríamos, y lo hemos descubierto en menos de cincuenta años, era ser felices. No más. Aquí y ahora. Y eso
pasa directamente por deshacernos de todo lo que nos haga sufrir: el trabajo, el esfuerzo, el ser consecuentes, honrados,
honestos…
No deseamos
aceptar que la vida nos trae muchas cosas. Y que todas son vida. La vida. La
salud, el trabajo, el esfuerzo, el odio, el amor, la diversión, la tristeza, la
enfermedad, la vida y la muerte… Y que para vivir no hay que esconderse de la
vida. Y que la vida es todo. Y hay que aprender a navegar con todos los
vientos.
Decía el amigo Cicerón: «Todo dolor
es severo o leve. Si es leve, se soporta con facilidad. Si es severo, será sin
duda breve.»
Pero por si acaso, y dada la época que nos toca vivir, les diré lo mismo con un chiste de mi cosecha:
Dos amigos que se encuentran y ante la pregunta de uno
sobre la vida, en general, el otro contesta: amigo, tenemos dos opciones, te
puedo decir la verdad o pasar un rato agradable.
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