Sí, lo confesamos. Hace unos días, Nora y yo cometimos un asesinato. Nos salió el instinto básico, el primitivo, el animal, ese monstruo que duerme en lo profundo de nuestro subconsciente, aletargado, esperando su oportunidad. La vida moderna, la democracia, la civilización, la cultura, las conveniencias sociales, la religión… mantiene a raya al demonio que llevamos dentro… Pero no pudimos más. Venció a todos y a todo, y nos salió con su cara más cruel. Matamos a martillazos a nuestra impresora. Una presuntuosa HP Photosmart 7850. Lo de HP lo tenemos claro, pues más hija de puta no pudo ser. Y lo peor es que no nos arrepentimos, solo que nos miramos horrorizados por haber descubierto lo que cada uno llevamos dentro, dormido como los grandes y peligrosos volcanes. Toda la furia y mala leche del interior de la tierra, el infierno, anida en nosotros. Y un día sale… y es el caos. Y el caos sucedió en nuestras frágiles mentes.
Sucedió una pacífica mañana de la reciente primavera.
Día esplendido. Luz a raudales. Temperatura agradabilísima. Quién nos iba a decir que íbamos a sacar nuestro
demonio interior un día como aquel.
Después de escribir unos párrafos mandé la orden a la impresora
vía bluetooth. Se puso en marcha al cabo de unos instantes, después de leer las
órdenes de márgenes, escaneo de fotos y demás y comenzó a tragar papel. Primera
caída en aquel día de pasión. Me levanté, paciente, a poner orden en aquella
máquina perversa que intentaba tragar todos los papeles a la vez. Será cuestión
de poner menos folios. Pensé. Puse menos folios, y vuelta al sillón del ordenador para anular la orden anterior y dar otra
nueva. Comenzó la impresora a decir que no había papel. Segunda caída. Una luz
roja parpadeaba. Otra vez me levanté, cogí el papel y lo adelanté con la
paciencia de un maestro para que lo cogiera. Noté como la rueda que debía coger
el papel resbalaba sobre él y hacía esfuerzos inútiles por asirle. Yo volvía a
empujar un poco más, paciente, cariñoso, comprensivo, como padre atento a los
primeros pasos de su hijo. Pero la impresora se atragantó de nuevo con el papel
y se bloqueó. Y tuve que anular la operación dándole al botón de la X, con lo
que me devolvió un solo papel, pero todo arrugado, sin imprimir, claro. El
resto se quedó dentro.
Habiéndome ya tocado las gónadas entrepiérnales cogí
el papel, y de un tirón lo saqué, desgarrándolo por el camino. Escuché un
crujido de dolor de la impresora, y el papel quedó muerto por una herida que le
cruzaba en diagonal de lado a lado. Lo tiré a la basura arrugado en un puño. Comenzaba a congestionarme.
Nueva carga de papel. Esta vez uno solo. Nueva orden a
la impresora para anular la orden anterior y una vez más para volver a
imprimir. Con toda rapidez me situé en primera línea, para ver y ayudar en
aquel parto de los montes que iba a ser mi historia escrita, al fin. Pero la HP
engendró un maligno. Tercera caída en aquel vía crucis. Una raya negra, larga,
sucia, cruzaba el papel de parte a parte. Sin duda algún inyector debía haberse
jodido en la vez anterior. De nuevo me detuve a sacar el papel, esperé a que la
máquina se reiniciara. El interior me hervía. Mandé alinear los inyectores y
luego que se hiciera una limpieza de toda la máquina. Tardó muchos minutos. Y vuelta
a empezar.
Más de media hora de lucha sin cuartel contra el
despiadado monstruo y docenas de folios muertos en aquella guerra, desbordaban
la papelera.
Nora, impaciente, se dio cuenta al fin de que mis idas
y venidas, vueltas y revueltas, me ponían cada vez más fuera de mí. Y se
solidarizó conmigo, y me acompañaba en cada movimiento. E incluso ladró un par
de veces a la HP, que dios confunda ese nombre. La pobre se subió a la mecedora
que tenía cerca de la impresora para ver en silla de palco mi lucha contra el
monstruo, que comenzaba a ser la suya. El maligno estaba en casa. Así lo
entendimos los dos.
Una cuarta y quinta caída de nuestra particular cruz
interior nos llevó a purgar todos los pecados cometidos desde el nacimiento. La
sangre me hervía y los ojos se me llenaron de rojo carmesí. Estaba tan congestionado
que no sabía si eran ojos o las gónadas que se me salían por las cuencas.
Nora comenzó a canturrear por lo bajo sin dejar de
mirar a la impresora. Es un sonido grave, profundo, cavernoso, que le sale
cuando está enfadada. Y yo hice lo propio de la manera más natural, uniéndome a
ella.
Corriendo me fui al baño. Estaba fuera de mí. Nora
ladraba a la HP, que seguía haciendo ruido y el carro corría a un lado y a otro,
enloquecido, sin detenerse. Cuando me vio salir del baño, con la cara pintada
de verde como un guerrillero, con la decisión de matar o morir, clavó sus ojos
despavoridos en los míos, enfebrecidos por el odio y no supo si quitarse de en
medio o seguirme. Al fin, fiel, se decidió por unirse a mi ejército de demonios
interiores con los suyos propios.
Una risilla, entre hilillos de babas, me producía
satisfacción cuando desconecté la impresora de todos sus cables. Y casi palpitando
la extraña vida de su interior la llevé al balcón. Nora me seguía, ladrando,
jadeándome. ¡Sí sí. Mátala, mátala, mátala! Ladraba
Levanté con ambas manos al engendro maquinal, elevando
al cielo la víctima propiciatoria, y, como cumpliendo un designio de los
dioses, como un Isaac dispuesto al sacrificio de su hijo, Cerré los ojos, y
sonriendo mecánicamente, con un morboso gusto interior por la muerte la lancé al vació.
¡¡Cataclacoctrasplasplumpof.!!
Silencio. Miré sonriente y feliz a Nora, con aquella
mirada loca. Casi noté que ella también lo hacía. Pero no fue todo. Un leve
gruñido de la máquina me hizo pensar que aún vivía.
―¡Vamos, Nora! ¡Hay que rematarla!
Llevados de un frenesí asesino bajamos los peldaños de
la escalera de dos en dos. Entramos en el trastero, saqué un pesado martillo
comprado en los chinos, de esos que se emplean para desclavar clavos enormes de
los maderos. Pesaba. Lo miré satisfechamente enloquecido y salí a la terraza.
Ante el cadáver, alcé el martillo con ambas manos al cielo y descargué mi furia,
a dos manos, contra la bestia. Una y otra vez.
Nora aullaba de gozo. Y comenzó a dar vueltas a mí
alrededor, en una danza frenética, por el gozo de la muerte. Seguí machacando
sin piedad a la fiera que yacía en el suelo.
Nora bailaba entre aullidos y yo me fui tras ella, y
durante unos minutos, dimos vueltas cantando como los indios, alrededor de
nuestro cadáver despanzurrado.
―¡Oaoaoaoa , uha uha uha… oé oé oé… Oaoaoaoa , uha uha uha… oé oé oé…!!
De vez en cuando, y mientras la sangre nos hirvió, me
detenía y descargaba un martillazo soberbio, seco, sonoro, potente, con toda la
fuerza del odio y la venganza.
Y Nora decía,
―¡ A muerte, a muerte, si si si…!
Fue una orgía, lo sé. Un aquelarre que no produjo
huesos rotos, desgarro de carnes y charcos de sangre, sino un desparrame de
cacharrería interior, lleno el suelo de ruedecillas, muelles, varitas, chips
extraños… El alma maligna. Y al lado, la tinta de sus inyectores, como sangre
negra…
Jajajajaaaaaaaajajaja…
Una risa loca se produjo en nuestro interior, y se fue
apagando lentamente como un eco lejano hasta llegar a la paz, el silencio y el
pánico de habernos asomado a nuestro horrendo interior.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario