lunes, 8 de abril de 2013

NORA Y EL CASO DEL SEÑOR DREYFUS PARTE 3



PARTE 3


El clima de Londres puede ser estupendo para las hortensias, pero para Watson y para mí era un enemigo común. Serían las doce de la mañana cuando llegamos a la mansión del señor Dreyfus. Mortimer nos recibió en la puerta, recogió el abrigo de Holmes pero Watson no quiso que hiciera lo mismo con el suyo y le comunicó el deseo de pasear un rato por el magnífico jardín. Mortimer estaba especialmente satisfecho de su trabajo en él y Watson, contagiado por la idiosincrasia de Holmes encontró una oportunidad para preguntarle a nuestro jardinero sobre la variedad de plantas y el uso de los insecticidas… Mortimer se ofreció encantado, satisfecho de que alguien reconociera su labor.
Durante el paseo por el jardín, Mortimer se explayó a gusto hablando de las hermosas variedades de flores, de cuánto le gustaban a la difunta señora Dreyfus sus hortensias, de cómo se preocupaba de los abonos, de cómo estaba al tanto de los insectos que según la época del año atacaban a sus plantas… Fue aquí donde intervino Watson.
― ¿Emplea mucho insecticida, Mortimer?
―Solo cuando se acerca la estación peligrosa, doctor, que es el inicio de la primavera. No solo florecen las plantas, sino también se desarrollan los insectos que viven de ellas, naturalmente. Entonces sí, las rocío con una mezcla de varios productos, todos ellos disueltos en agua.
― ¿También arsénico?
―Naturalmente, aunque a la señora Dreyfus le preocupaba que el veneno se quedara en las flores y perjudicase a las abejas, y pájaros, por ejemplo.
― ¿Quiere decir que no usaba demasiado?
―Eso es. Ella lo controlaba mucho. En cambio el señor Dreyfus lo usa mucho para sus helechos.
― ¿Mucho?
―Bastante. Él mismo controla la operación, porque no quiere que yo intervenga para nada en su invernadero. Dice que es un hobby, y que como tal, él hace y deshace a su antojo.
Al llegar al invernadero Mortimer abrió la puerta para que pudiésemos contemplar la belleza exuberante de los helechos. En ese momento yo hice de las mías y comencé a estornudar.
―Vaya, hay algo aquí que irrita la mucosidad de la perra ―comentó Watson.
―Debe ser el arsénico, ya le digo que se emplea mucho en los helechos.
Una vez lejos dejé de estornudar y Watson se quedó con aquellas palabras de Mortimer sobre los helechos y el arsénico.
En estas conversaciones pasó casi una hora. Al fin una criada vino al encuentro para comunicarnos que el señor Holmes quería marcharse.

En el coche, Holmes contó que había advertido en Dreyfus una cierta atracción hacia la señorita Olsen. La prueba era la cantidad de regalos que le había hecho. Regalos de todo tipo. No solo le había comprado algún vestido, también alguna pequeña cadena de oro y la pipa, a la que la aficionó. Semejantes regalos no se hacen sin sentir algo por una persona.
Holmes estaba abstraído en sus propios pensamientos cuando Watson contó su experiencia con el jardinero.
―Así que ya sabemos cuál es el motivo de que Nora estornude: el arsénico.
Fue como un golpe en su cabeza. Como si un ladrillo cayera sobre un hombre dormido despertándole al instante bruscamente.
― ¿Qué ha dicho, Watson?
Watson volvió a referir la historia desde el principio
―No, eso no, Watson. Lo último, repítame eso último.
No ha habido noche más intensa en mi vida. Holmes no pegó ojo, empapándose en su libro de plantas, fumando sin parar y mirando continuamente el reloj. Watson durmiéndose en el sillón, dando cabezadas y despertándose a cada instante. Holmes se levantaba del sillón, dejaba el libro sobre la mesa y paseaba por la habitación dando grandes bocanadas a la pipa. Luego volvía a sentarse a leer. Más que leer se diría que devoraba el libro.  Y fumaba, sin cesar. Toda la estancia olía a tabaco… Y de pronto…
― ¿Se ha dado cuenta, Watson?
―De qué ―contestó un cansado y ojeroso Watson.
―De que Nora no estornuda a pesar de que está lleno de humo.
La madrugada nos sorprendió a todos con una cara de sueño que nos hacía impresentables. Sólo él, Sherlock Holmes, había vencido a Morfeo. Tenía los ojos tan abiertos, tan claros y de mirada tan penetrante, que casi daba miedo verle.
―¿Qué hora es Watson?
―Las siete y cuarto.
―Bien, tenemos tiempo de arreglarnos, desayunar y acercarnos a casa de los Dreyfus. Pasaremos a recoger al inspector.
Los perritos no desayunamos, pero la señora Hudson, que había estado también despierta a causa del continuo caminar de Holmes, me había preparado unas cuantas galletas. Me dio a comer unas de ellas y las otras las envolvió en un papel de periódico y se las encomendó a Watson, Sabía que Holmes estaba bastante enfrascado en el asunto como para recaer en estos pequeños detalles. Luego salimos los tres en busca de un coche de caballos.
Un cupé verde de cuatro plazas nos acogió a los tres y Holmes le indicó que pasara por la comisaría del distrito. Cuando el inspector subió, supo que algo iba a ocurrir. El silencio era total. Tan solo las miradas de Watson indicaban que cuando Holmes estaba en trance, había que estar callados y esperar. Y eso sucedió.
El señor Dreyfus se asombró de vernos allí tan temprano, pero se deshizo en simpatías e incluso se permitió acariciarme la cabeza. Holmes nos reunió a todos en la biblioteca, incluyendo a Mortimer.
―Señores, el caso está resuelto. Debo decir que la sofisticación del caso ha supuesto un reto a mi imaginación. Y debo decir también que he contado con dos colaboradores de lujo: mi querido doctor Watson, y Nora, la auténtica descubridora del asunto. Inspector, ¿sigue cerrada la habitación de la señorita Olsen?
―Cerrada y precintada, señor Holmes.
―Pues creo que ha llegado la hora de que hagamos una visita a esa habitación.
Nos dirigimos allí, todos en silencio. La cara del señor Dreyfus era todo un poema. Mortimer estaba un tanto excitado. Yo caminaba de la correa que sujetaba Watson. El inspector cortó los precintos habituales que sellaban la puerta y entramos. Mortimer descorrió las cortinas y entró la luz. Todo estaba en su sitio, y allí, descansando sobre la mesita, estaban la pipa y la bolsita de tabaco.
―Ven Nora, me dijo.
Me puse contenta porque me llamara y me acerqué moviendo el rabo, en el mismo instante en que Holmes cogía la bolsa de tabaco y la acercaba a mi nariz.
―¡Chorft! ¡Chofrt
Holmes apartó enseguida la bolsita de tabaco e indicando a todos que le siguiéramos nos dirigimos al jardín, o más concretamente al invernadero. Una vez allí, y nada más entrar, volví a estornudar otra vez, ante la mirada impasible e incrédula de los allí presentes.
―Les diré ―contó Holmes―. La señorita Olsen murió por intoxicación de arsénico. ¿De dónde procedía? De los helechos.  Señores, los helechos del señor Dreyfus son de la variedad Pteris Vittata, que es capaz de tolerar mil veces más arsénico que otras plantas. Esta planta inocente, absorbe el arsénico del suelo, que con tanta magnanimidad le ofrecía el señor Dreyfus y lo lleva a las hojas.
―Me está usted culpando a mí, señor Holmes ―exclamó indignado Dreyfus.
―Sólo usted, señor Dreyfus, entraba en este invernadero, y solo usted se encargaba de estas plantas. Entonces solo usted puede haber conducido el veneno hasta la señorita Olsen.
―Vaya, ¿y como lo hacía? ¿Acaso se lo ponía en la ensalada?
Entonces Holmes pasó la mano por las frondas de las plantas, regodeándose en el momento, y volviéndose a su público nos dijo:
―Recuerden ustedes que la perrita ha estornudado ante una bolsa de tabaco que evidentemente contiene arsénico. Solo su sensibilidad a este veneno nos lo ha podido descubrir; y vean ustedes también que en unas plantas tan sanas, y que disfrutan de tantos mimos y cuidados, hay hojas que apenas tienen frondas… ¿Dónde están?
La pregunta quedó suspensa en el aire, un aire denso, una atmósfera pesada que dejaba traslucir el momento importante. Y la voz de Holmes, sentenciando con sus palabras, como una pesada losa que cierra el caso…
―En el tabaco. Sí, señor Dreyfus, usted fue quien la condujo a fumar en pipa, y usted la proveía del tabaco, y usted mezclaba con él las hojas de los helechos que lentamente le produjeron la muerte. Y todo por celos, señor Dreyfus. Usted estaba enamorado de ella, pero la señorita Olsen, al igual que con Mortimer, prefería la cantidad a la calidad, y usted no lo consintió y urdió, desde la muerte de su esposa esta trampa mortal que ahora se ha consumado.
―Queda usted arrestado por el asesinato de la señorita Olsen ―añadió lacónico el inspector.
―Por cierto ―añadió Holmes― yo que usted, comisario, reabriría el caso de la señora Dreyfus. Un hueso de melocotón tan profundo… nunca se ha dado el caso. Eso huele también a asesinato.

El paseo por la orilla del Támesis nunca fue tan delicioso. Holmes y Watson reían cada carrerilla mía, cada ladrido, cada movimiento de rabo. El aire era puro y limpio, los amigos estaban felices, y vi como me miraban con complicidad, como algo más que una mascota. Ahora éramos tres luchando contra el crimen, contra la maldad humana, contra…
―¡Ey, Nora! ―me dijo Watson―. Aquí tienes las galletas que te hizo esta mañana la señora Hudson. Mira: una F, una I, y una N. ¡Léela,  Nora!  FIN
Y yo leí  ¡Guuauu!













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