PARTE 3
El clima de Londres puede ser estupendo
para las hortensias, pero para Watson y para mí era un enemigo común. Serían
las doce de la mañana cuando llegamos a la mansión del señor Dreyfus. Mortimer
nos recibió en la puerta, recogió el abrigo de Holmes pero Watson no quiso que
hiciera lo mismo con el suyo y le comunicó el deseo de pasear un rato por el
magnífico jardín. Mortimer estaba especialmente satisfecho de su trabajo en él
y Watson, contagiado por la idiosincrasia de Holmes encontró una oportunidad
para preguntarle a nuestro jardinero sobre la variedad de plantas y el uso de
los insecticidas… Mortimer se ofreció encantado, satisfecho de que alguien
reconociera su labor.
Durante el paseo por el jardín,
Mortimer se explayó a gusto hablando de las hermosas variedades de flores, de
cuánto le gustaban a la difunta señora Dreyfus sus hortensias, de cómo se
preocupaba de los abonos, de cómo estaba al tanto de los insectos que según la
época del año atacaban a sus plantas… Fue aquí donde intervino Watson.
― ¿Emplea mucho insecticida, Mortimer?
―Solo cuando se acerca la estación
peligrosa, doctor, que es el inicio de la primavera. No solo florecen las
plantas, sino también se desarrollan los insectos que viven de ellas,
naturalmente. Entonces sí, las rocío con una mezcla de varios productos, todos
ellos disueltos en agua.
― ¿También arsénico?
―Naturalmente, aunque a la señora
Dreyfus le preocupaba que el veneno se quedara en las flores y perjudicase a
las abejas, y pájaros, por ejemplo.
― ¿Quiere decir que no usaba demasiado?
―Eso es. Ella lo controlaba mucho. En
cambio el señor Dreyfus lo usa mucho para sus helechos.
― ¿Mucho?
―Bastante. Él mismo controla la
operación, porque no quiere que yo intervenga para nada en su invernadero. Dice
que es un hobby, y que como tal, él hace y deshace a su antojo.
Al llegar al invernadero Mortimer abrió
la puerta para que pudiésemos contemplar la belleza exuberante de los helechos.
En ese momento yo hice de las mías y comencé a estornudar.
―Vaya, hay algo aquí que irrita la
mucosidad de la perra ―comentó Watson.
―Debe ser el arsénico, ya le digo que
se emplea mucho en los helechos.
Una vez lejos dejé de estornudar y
Watson se quedó con aquellas palabras de Mortimer sobre los helechos y el
arsénico.
En estas conversaciones pasó casi una
hora. Al fin una criada vino al encuentro para comunicarnos que el señor Holmes
quería marcharse.
En el coche, Holmes contó que había
advertido en Dreyfus una cierta atracción hacia la señorita Olsen. La prueba
era la cantidad de regalos que le había hecho. Regalos de todo tipo. No solo le
había comprado algún vestido, también alguna pequeña cadena de oro y la pipa, a
la que la aficionó. Semejantes regalos no se hacen sin sentir algo por una
persona.
Holmes estaba abstraído en sus propios
pensamientos cuando Watson contó su experiencia con el jardinero.
―Así que ya sabemos cuál es el motivo
de que Nora estornude: el arsénico.
Fue como un golpe en su cabeza. Como si
un ladrillo cayera sobre un hombre dormido despertándole al instante
bruscamente.
― ¿Qué ha dicho, Watson?
Watson volvió a referir la historia
desde el principio
―No, eso no, Watson. Lo último,
repítame eso último.
No ha habido noche más intensa en mi
vida. Holmes no pegó ojo, empapándose en su libro de plantas, fumando sin parar
y mirando continuamente el reloj. Watson durmiéndose en el sillón, dando
cabezadas y despertándose a cada instante. Holmes se levantaba del sillón,
dejaba el libro sobre la mesa y paseaba por la habitación dando grandes
bocanadas a la pipa. Luego volvía a sentarse a leer. Más que leer se diría que
devoraba el libro. Y fumaba, sin cesar.
Toda la estancia olía a tabaco… Y de pronto…
― ¿Se ha dado cuenta, Watson?
―De qué ―contestó un cansado y ojeroso
Watson.
―De que Nora no estornuda a pesar de
que está lleno de humo.
La madrugada nos sorprendió a todos con
una cara de sueño que nos hacía impresentables. Sólo él, Sherlock Holmes, había
vencido a Morfeo. Tenía los ojos tan abiertos, tan claros y de mirada tan
penetrante, que casi daba miedo verle.
―¿Qué hora es Watson?
―Las siete y cuarto.
―Bien, tenemos tiempo de arreglarnos,
desayunar y acercarnos a casa de los Dreyfus. Pasaremos a recoger al inspector.
Los perritos no desayunamos, pero la
señora Hudson, que había estado también despierta a causa del continuo caminar
de Holmes, me había preparado unas cuantas galletas. Me dio a comer unas de
ellas y las otras las envolvió en un papel de periódico y se las encomendó a
Watson, Sabía que Holmes estaba bastante enfrascado en el asunto como para
recaer en estos pequeños detalles. Luego salimos los tres en busca de un coche
de caballos.
Un cupé verde de cuatro plazas nos
acogió a los tres y Holmes le indicó que pasara por la comisaría del distrito.
Cuando el inspector subió, supo que algo iba a ocurrir. El silencio era total.
Tan solo las miradas de Watson indicaban que cuando Holmes estaba en trance,
había que estar callados y esperar. Y eso sucedió.
El señor Dreyfus se asombró de vernos
allí tan temprano, pero se deshizo en simpatías e incluso se permitió
acariciarme la cabeza. Holmes nos reunió a todos en la biblioteca, incluyendo a
Mortimer.
―Señores, el caso está resuelto. Debo
decir que la sofisticación del caso ha supuesto un reto a mi imaginación. Y
debo decir también que he contado con dos colaboradores de lujo: mi querido
doctor Watson, y Nora, la auténtica descubridora del asunto. Inspector, ¿sigue
cerrada la habitación de la señorita Olsen?
―Cerrada y precintada, señor Holmes.
―Pues creo que ha llegado la hora de
que hagamos una visita a esa habitación.
Nos dirigimos allí, todos en silencio.
La cara del señor Dreyfus era todo un poema. Mortimer estaba un tanto excitado.
Yo caminaba de la correa que sujetaba Watson. El inspector cortó los precintos
habituales que sellaban la puerta y entramos. Mortimer descorrió las cortinas y
entró la luz. Todo estaba en su sitio, y allí, descansando sobre la mesita,
estaban la pipa y la bolsita de tabaco.
―Ven Nora, me dijo.
Me puse contenta porque me llamara y me
acerqué moviendo el rabo, en el mismo instante en que Holmes cogía la bolsa de
tabaco y la acercaba a mi nariz.
―¡Chorft! ¡Chofrt
Holmes apartó enseguida la bolsita de
tabaco e indicando a todos que le siguiéramos nos dirigimos al jardín, o más
concretamente al invernadero. Una vez allí, y nada más entrar, volví a
estornudar otra vez, ante la mirada impasible e incrédula de los allí
presentes.
―Les diré ―contó Holmes―. La señorita Olsen murió por intoxicación
de arsénico. ¿De dónde procedía? De los helechos. Señores, los helechos del señor Dreyfus son
de la variedad Pteris Vittata, que es capaz de tolerar mil veces más arsénico
que otras plantas. Esta planta inocente, absorbe el arsénico del suelo, que con
tanta magnanimidad le ofrecía el señor Dreyfus y lo lleva a las hojas.
―Me está usted culpando a mí, señor
Holmes ―exclamó indignado Dreyfus.
―Sólo usted, señor Dreyfus, entraba en
este invernadero, y solo usted se encargaba de estas plantas. Entonces solo
usted puede haber conducido el veneno hasta la señorita Olsen.
―Vaya, ¿y como lo hacía? ¿Acaso se lo
ponía en la ensalada?
Entonces Holmes pasó la mano por las frondas
de las plantas, regodeándose en el momento, y volviéndose a su público nos
dijo:
―Recuerden ustedes que la perrita ha
estornudado ante una bolsa de tabaco que evidentemente contiene arsénico. Solo
su sensibilidad a este veneno nos lo ha podido descubrir; y vean ustedes
también que en unas plantas tan sanas, y que disfrutan de tantos mimos y
cuidados, hay hojas que apenas tienen frondas… ¿Dónde están?
La pregunta quedó suspensa en el aire,
un aire denso, una atmósfera pesada que dejaba traslucir el momento importante.
Y la voz de Holmes, sentenciando con sus palabras, como una pesada losa que
cierra el caso…
―En el tabaco. Sí, señor Dreyfus, usted
fue quien la condujo a fumar en pipa, y usted la proveía del tabaco, y usted
mezclaba con él las hojas de los helechos que lentamente le produjeron la
muerte. Y todo por celos, señor Dreyfus. Usted estaba enamorado de ella, pero
la señorita Olsen, al igual que con Mortimer, prefería la cantidad a la
calidad, y usted no lo consintió y urdió, desde la muerte de su esposa esta
trampa mortal que ahora se ha consumado.
―Queda usted arrestado por el asesinato
de la señorita Olsen ―añadió lacónico el inspector.
―Por cierto ―añadió Holmes― yo que
usted, comisario, reabriría el caso de la señora Dreyfus. Un hueso de melocotón
tan profundo… nunca se ha dado el caso. Eso huele también a asesinato.
El paseo por la orilla del Támesis
nunca fue tan delicioso. Holmes y Watson reían cada carrerilla mía, cada
ladrido, cada movimiento de rabo. El aire era puro y limpio, los amigos estaban
felices, y vi como me miraban con complicidad, como algo más que una mascota.
Ahora éramos tres luchando contra el crimen, contra la maldad humana, contra…
―¡Ey, Nora! ―me dijo Watson―. Aquí
tienes las galletas que te hizo esta mañana la señora Hudson. Mira: una F, una
I, y una N. ¡Léela, Nora! FIN
Y yo leí ¡Guuauu!
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