Como
tantas mañanas me senté al ordenador leyendo la prensa mientras tomaba el café
con leche. Nora, que estaba conmigo unos días, andaba rodeándome igual que los
indios en las películas, e iba de aquí allá, dando vueltas, siempre esperando
que cayera algo de comer, que esta perra siempre tiene hambre y además le luce.
Es un peligro, porque ya esta redonda. A veces pienso que los perros, desde que
no comen carne cruda, no se hartan nunca. Los carnívoros suelen darse un
atracón y les dura varios días, pero los perros, que comen de todo, andan
mendigando siempre cualquier migaja que les pueda caer. Y Nora, como otros
perros, es experta en someterme al tercer grado hasta que vence mi resistencia.
A eso se le llama tenacidad.
Pues
bien, en un momento del desayuno oímos ambos unos ladridos cercanos. En ese
momento, olvidando las migajas de las tostadas con mantequilla, el rabo de Nora
se puso tieso como una antena y asomaba el morro mofletudo por la ventana en
busca de aquellos ladridos, a los que contestó con otro. Luego vino nerviosa a mí,
con prisas, a darme unos intencionados lametones para congraciarse conmigo y
que le abriera la puerta.
Quiero
hacer notar, amigo lector, que los perros son expertos consumados en psicología
conductista. La mía tiene un máster.
Así
que no tuve más remedio, ante la insistencia de los ladridos, que dejarla
salir, porque sé que ella está dentro de un recinto vallado y no hay peligro
alguno. Soy protector, lo sé, pero… no tengo remedio. El caso es que volví a
situarme en la silla, los ojos al ordenador y la tostada en la boca.
Pero
los ladridos eran cada vez más insistentes. Y además reconocía los de Nora. Una
vez más me parecía que discutían algo. Me levanté a ver, acuciado por la
curiosidad. Quería saber por qué ladraban tanto. Eran desde luego perros
conocidos, de gentes de la calle. El de los vecinos de al lado, otro más de un
vecino de arriba, la preciosa perrita de una vecina inglesa, llamada Petra (la perrita,
no su dueña), con ladridos muy agudos y educados que parecían de té con pastas
a las cinco.
Y
así hasta cuatro perros en la calle y Nora en la terraza, y aun a través de la
valla participaba con firmeza y decisión de la conversación perruna.
La
cuestión es que entre todos tenían un guirigay montado, a ver quien ladraba más
fuerte o daba coletazos más firmes y nerviosos. Era evidente que discutían
algo, en su lenguaje, aunque claro, no sabía qué. En ese momento deseé entender
el lenguaje de los perros. Sobre todo porque se crecían en las posturas y parecía
mas una discusión humana que una educada, aunque ruidosa, parla perruna. Era
gracioso ver como ladraba Petrita, con sus chillidos agudos que intentaba
sobrescribir con unos largos berriditos. Estaba realmente emberrinchinada.
Todos “discutían” cada vez con mayor vehemencia.
―Ah,
si yo pudiera entender… ―me dije a mí mismo.
En
un momento Nora dijo:
―Los
humanos no son más inteligentes que nosotros, lo que sucede es que nosotros no
estamos físicamente dispuestos para encauzar nuestra inteligencia.
Joder,
pensé, que cosas dice Nora ¿Dice Nora? ¡Dioses del Olimpo! ¡Cielo santo, la he
entendido!
En
el azoramiento y el temblor de piernas no supe si alegrarme o marchar rápidamente
al hospital pero como entendía lo que decían, sin saber cómo había sucedido, me
quedé a escuchar con enorme curiosidad.
Otro
de los perros, ecológico él, discutía con Nora ese punto, matizándolo. Aquel mantenía
la idea de que los humanos eran poco inteligentes, porque castigaban la
naturaleza de tal forma, que era muy rápida la destrucción pero muy lenta la recuperación;
luego ―añadía―, antes de que se restablezca el equilibrio hay siempre una nueva
catástrofe.
En
verdad me parecían sabias las palabras. Estaba asombrado y aturdido. No sabía
si llamar a los bomberos, a la perrera, a la ambulancia, a la policía local…,
pero lo cierto es que la conversación me interesaba. ¡Y era entre perros!
Algún
vecino asomó la cabeza por la ventana reclamando paz y silencio. Otro silbó a
su perro, otro preguntó en voz alta qué pasaba por allí, pero luego, viendo
todos que los perros no hacían daño y solo “ladraban” volvían a sus quehaceres.
Petrita,
la tenaz y berrinchona Petrita, con su voz de soprano decía que los humanos no debían
ser tan listos cuando entre ellos se hacían la vida imposible. Se mienten, se
roban, se engañan, se ponen zancadillas… Se matan unos a otros… Y no a uno
solo, sino a toda la sociedad humana, que yo he visto en la tele…
Ojooooo...,
vecinaaaa…, ojoooo… que Petra ve la tele y saca conclusioooones... A ver que
cogno le deja usted ver, que es pequeña. Atención al control parental.
Así
pues la discusión perril iba de la inteligencia humana. Y oye, que quieres que
te diga, amigo lector, cuando uno oye estas cosas, dichas por otros seres
diferentes, que nos ven con otros ojos, pues la verdad, tiene su interés. Y me
hizo pensar.
En
estas, apareció un coche grande por la calle y de él bajo un venerable señor,
que se hacia acompañar por otra perrita sharpei, ya mayor, aunque de distinto
origen que Nora. Y como ella, era una de esas perritas de morrito áspero y negro,
belfos colgantes, arrugas en la frente, orejitas cortas y dobladas, ojitos
achinados y cola de ensaimada. El buen hombre debía ir de paseo y al ver aquellas
anchuras y vacios de gentes y los todavía grandes descampados, pensó que serian
ideales para su perrita. Pero “mia tu pod-donde”, que diría un amigo murciano, la perrita al oír y ver el fiestorro
metafísico de los perros de la calle se dirigió a ellos, ante la mirada
comprensiva de su dueño que no percibió peligro alguno.
-¿Qué
hacéis, de qué habláis? ―pregunto la perrita.
Y
pronto se enteró de las agudas disquisiciones de unos y otros, y comprobó las
enconadas posturas, los singulares matices y el gran interés que en ellos
despertaba la cuestión. Y fue Nora quien le preguntó:
-¿Qué
piensas tú del asunto? ¿Son realmente los humanos los seres más inteligentes
del planeta, o son por el contrario los que nos va a llevar al desastre, no
siendo entonces realmente tan inteligentes?
Después
de una breve pausa, Kala, que así se llamaba la sharpei, dijo:
-Creo
que confundís dos cosas, según creo yo. La inteligencia y la sabiduría.
Vaya
golpe directo. Todos se sentaron y dejaron de ladrar, lo cual me permitió
escuchar muy bien lo que decía aquella representante de budismo tibetano, o
algo así, asomándome tímidamente por la ventana de mi comedor.
-La
inteligencia –prosiguió- es la facultad de solventar cuestiones decisivas en la
vida. El hambre, la sed, la enfermedad, el frio, el calor, volar como los pájaros
o sumergirse en el mar como los peces…
Todo
eso lo ha solucionado muy bien la inteligencia, y desde el punto de vista práctico,
los humanos son realmente inteligentes. Pero, solucionados los problemas básicos
y los retos tecnológicos que la vida viene presentando, los humanos siguen tal
cual como los hombres primitivos. Les pierde el poder (que es la peor de las
drogas), la soberbia, el orgullo, el engreimiento, el egoísmo, el sentirse
superiores, son rapaces con los suyos, engañan, estafan… Y no tienen reparos en
mandar a la guerra y la muerte a miles de sus compatriotas sin pensar que la
vida, como la muerte, es nuestra única verdad. Y por tanto nadie, absolutamente
nadie, puede disponer de ellas. Que lo mejor de la vida es la vida misma.
La
sharpei se sentó en el suelo, dispuesta a la oratoria, ante aquel singular
publico que silencioso, optó también por la misma postura. Y prosiguió:
―Creo
que fue un tal Rousseau, filosofo él, quien dijo una vez “homo hominis lupus”,
el hombre es un lobo para el hombre. Lo que quiere decir que el mayor enemigo
del humano es el humano. Y ahí viene la introducción de los términos
aparentemente antagónicos con los que comencé al principio: inteligencia versus
sabiduría.
Yo
estaba asombrado, hice ademán de coger el teléfono y llamar a mis vecinos
cercanos, a mi familia… Pero no tuve fuerzas. Me puse de pie sobre una silla
para ver mejor y agucé el oído cuanto pude. Y así siguió la perrita…
-Veréis,
la inteligencia forma una pirámide. Ya sabéis que la pirámide es ancha por
abajo y se estrecha poco a poco hasta terminar en punta. Ese puede ser el
grafico de la inteligencia humana. En la parte de abajo están todos aquellos
que emplean su inteligencia para solventar, mejor o peor, cuestiones sencillas
pero vitales. Son la gran mayoría. Yo
les llamo “seres cárnicos”, porque en verdad apenas son algo más que carne con
ojos. Funcionan sobre todo por instinto primario, aunque dentro de ellos hay distintos
grados. Son la abundante mano de obra, a la que no hay que quitarle importancia
porque a fin de cuentas sostienen a toda la pirámide. Es la base.
Pasada
la base, hacia el tercio medio de la pirámide, se encuentran los humanos más
inteligentes, o más capaces, o más emprendedores, o más decididos. Es una forma
de inteligencia un tanto superior, evidentemente. A menudo están aquí los políticos,
empresarios, profesores, técnicos y muchas otras personas capaces de liderar a
los demás hacia una finalidad. También es cierto que aquí hay gente muy
peligrosa, porque a veces se dirige a los demás donde los demás no quieren ir. Llámese
guerra, por ejemplo, huelgas… Naturalmente que son mucho menores en número. Ya
comprendemos todos que según ascendemos en la pirámide el número es cada vez
menor.
Pasado
el tercio intermedio, llegamos a los seres más inteligentes. Su inteligencia
está tamizada por un factor primordial, eje de toda la posterior ascensión en
la escala piramidal. Esos son seres que trascienden de lo cotidiano y se
muestran al mundo con una singular disposición: la sencillez, la humildad.
Amigos, creedme cuando os digo que el ser realmente sabio es el que siendo
inteligente, se acepta a sí mismo como uno más en el inmenso engranaje del
universo y con su ejemplo de vida, intenta transmitir la esencia necesaria para
que ese engranaje funcione. Y esa esencia la componen la bondad, la serenidad,
el equilibrio, la armonía del hombre con los demás hombres y con toda la naturaleza...
El sabio es el ser que no se cree superior porque conoce sus limitaciones. Por
eso, para ser sabio, la condición indispensable es ser humilde. Y esa es la razón
de que la pirámide se estreche hacia arriba.
Y
prosiguió:
―Un
jefe indio llamado Seattle decía al ver a los blancos arrasar tierras y
animales con los cuales habían convivido en sano equilibrio durante decenas de
miles de años: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre quien pertenece a
la tierra. Y eso lo decía él, que a ojos de los blancos era un salvaje.
Solo
sé que no sé nada, decía otro sabio llamado Sócrates, que no se decidía a creer
en sus propios pensamientos con rotundidad absoluta. Hay algo más, puede y debe
haber mucho más. Y yo solo sé un poquito de la inmensidad que queda por saber.
A eso se le llama humildad. Que Sócrates lo reconociera, le pone en un alto escalón
en la pirámide humana. Que el jefe Seattle supiera cual era la verdad de la
vida, sin la “cultura” y tecnología de los blancos, le pone también en la
cumbre de la pirámide. Lo cual quiere decir que para ser sabios no hay que
saber más que…lo que hay que saber… y eso nos lleva a sentir lo que hay que
sentir… y ser lo que hay que ser. Y lo que hay que saber pasa por la humildad
de los que comprenden y aman incluso los defectos de los demás.
Ahí
lo dejo caer la sharpei. El silencio se hizo grave, denso. Y pasada la pausa,
Nora, alzando la voz dijo:
―.Y
quien ocupa la punta de la pirámide?
―En
la punta solo cabe uno ―abundó Petra
―Si,
¿quién es el más sabio de todos? Inquirió Charlie, el tercero.
La
sharpei elevó la nariz, olió el aire, bajó la mirada, la puso en los ojos
oscuros y brillantes de Nora y dijo con pausada voz:
―Nadie
sabe quién hay al final. Nadie. Pero quien este allí es sin duda el sabio más
sabio, la sabiduría misma. Y si es así debe ser comprensivo con todos, nos querrá
a todos aunque seamos piedras del desierto, un ser que intentaría ayudarnos a
todos, seria benévolo con todos, y pasaría por el mundo como un ser
insignificante. Él sería el sabio en esencia, y trasmitiría siempre los elementos
fundamentales de la sabiduría que son… la paz, el amor, la comprensión, la armonía,
la hermandad…
―Todos
estamos pues lejos de eso ― añadió Nora.
―Nadie
ha dicho que sea fácil. Subir… siempre requiere sacrificio y esfuerzo.
Dicho
esto la sharpei se retiró en busca del hombre mayor, su dueño, que algo más
lejos de allí, y abstraído en sus pensamientos, paseaba.
¿Vendrás
otro día? ―le gritó Nora.
Y
la sharpei le contesto:
―Te
veré en el mar, si quieres. Suelo pasear por allí.
Me
quedé mudo, sentado en la silla y mirándome dentro, sintiéndome tan lejos como
mi perrita de la sabiduría. Y entró Nora, y no pude decirle nada. Solo abrí los
brazos, se metió entre ellos y la llené de besos. Sencillos y humildes besos.
Fin
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