domingo, 7 de abril de 2013

NORA EN EL CASO DEL SEÑOR DREYFUS. PARTE 2


Yo nunca había estado en un asesinato, y menos aún en una investigación, pero cuando paseaba con Holmes por el parque apareció un coche de caballos que se detuvo a nuestro lado.
― ¡Holmes ―gritó Watson― suba al coche! ¡La policía requiere su presencia en un caso!
Y así, sin más, entré en el coche siguiendo a mi amo. Olí a Watson, que me acarició la cabeza mientras explicaba acelerado a Holmes…
―Hace rato que le espero pero como no venía salí a buscarle. Me llamó el inspector O’Brian. Ha muerto en casa de los Dreyfus el ama de llaves. Apareció muerta en su cama sin aparentes signos de violencia.
―¿Muerte natural o asesinato?
―El inspector no lo tiene claro, por eso le llama a usted.
― ¿Algún sospechoso?
―El señor Dreyfus hizo algún comentario en que ella y su jardinero… podrían mantener alguna relación… En principio… no hay más.
La mansión de los Dreyfus quedaba algo alejada, en uno de aquellos barrios residenciales del Londres capitalino donde abundaban los grandes parques públicos y los hermosos jardines privados a orillas del Támesis. Fue un hombre muy rico, pero la competencia le había mermado bastante los negocios. No obstante al señor Dreyfus se le podía considerar todavía como un hombre de vida bastante acomodada y conservaba aquella casa como un recuerdo de su esposa y de lo que fue su imperio. La hermosa mansión tenía fachada de ladrillo caravista oscuro, tejas negras de pizarra, grandes ventanales blancos que resaltaban entre el marrón oscuro de la pared, varias altas chimeneas… Todo lo suficiente para marcar una posición social consolidada a base de comercio con América en sus propios barcos: té, café, tabaco, azúcar, cacao, algodón, lana… y un largo etc. de materias primas o productos manufacturados.
El señor Dreyfus había enviudado hacía un año y medio. No solía hacer mucha vida social, y la mayoría de la gente que le conocía achacaba a la muerte accidental de su esposa el estado de ánimo taciturno del señor Dreyfus así como el progresivo abandono de sus negocios. Por lo visto su mujer murió al atragantarse con un hueso de melocotón. El abatimiento del señor Dreyfus fue tal, que no quiso siquiera que le hicieran la autopsia, pues el forense halló en su inspección ocular el hueso de melocotón alojado justamente en el hioides.  “Muerte por obstrucción laríngea”, fue el parte médico.
La casa tenía una gran planta baja, otra superior y un semisótano, con pequeños ventanales que daban a la calle o al importante jardín, capricho de su esposa, donde se cultivaban las hortensias más hermosas del contorno y donde el señor Dreyfus, en su invernadero, cultivaba su otra pasión, los helechos gigantes.
En este semisótano, digo, vivía la servidumbre de la casa, formada por un ama de llaves, un jardinero, dos limpiadoras, una ayudante de cocina y la cocinera. El jardinero tenía además otras funciones, sin duda alguna porque el señor Dreyfus no podía contratar a más gente sin socavar su presupuesto anual. Por ejemplo hacía las veces de mayordomo, cochero y un largo etc. según las necesidades de la casa.
Toda la casa estaba rodeada de una verja soberbia que le daba un aspecto señorial, de solvencia económica.
Al bajar a la habitación de la señorita Olsen, Holmes y Watson la encontraron en la cama, vestida según el uso de la casa, tendida como si acabara de dormirse. Holmes se la quedó mirando, escrutando con sus ojos claros cada uno de los pliegues de su vestido, la postura sobre la cama, la ropa de esta y los muebles que acompañaban aquel dormitorio. Sobre la mesita de noche una pipa, una bolsita de tabaco y otro objetos personales.
―¡Chorft! ¡Chofrt!
Todos se volvieron a mí, porque yo fui la causante de ese ruido. Había estornudado porque me picaba la nariz. Holmes miró a Watson y este le dijo:
―Debe haberse resfriado, con estos fríos…
Con un gesto, Holmes pidió a Watson que me sacara de la habitación, así que llevándome de la correa seguí sus pasos hasta el hermoso jardín.
En la habitación, el inspector y Holmes hablaban sobre pistas, sobre sospechosos… Holmes observó unas manchas que la señorita Olsen llevaba en la cara y en las manos y preguntando a los otros sirvientes de la casa ninguno recordaba haberla conocido con aquellas manchas, así que Holmes llegó a la conclusión de que le habían salido mientras vivió y trabajó en casa de los Dreyfus.
―¿Qué opina, señor Holmes?
―A falta de lo que digan los forenses, cuando le hagan la autopsia, me inclino a pensar que esta mujer ha sido envenenada, o ella se envenenó sin saberlo, inspector.
―Por qué dice usted eso?
―Por las manchas de su cara. Me recuerda al envenenamiento por… arsénico.
―Entonces… es un asesinato.
―No se precipite, inspector. Debo hacer algunas comprobaciones antes de afirmar mi sospecha. Si fuera así, el siguiente paso sería interrogar a todos los habitantes de la casa, pues todos serían sospechosos incluyendo al señor Dreyfus. Hace falta saber quien tenía motivos para hacerlo. Por último averiguaremos cómo lo hizo. Pero antes el médico forense debe confirmar mis sospechas
―Eso llevará varios días, señor Holmes.
―Naturalmente, inspector, yo no investigo, hago ciencia, y la ciencia lleva su tiempo. Aunque calculo que no hará falta más allá de una semana desde el momento en que sepamos los resultados de la autopsia
Holmes pidió al inspector que tomase las medidas para preservar posibles pistas de la muerte, y éste ordenó que nadie tocara nada de la habitación, y salvo el cadáver, que debía ser conducido a la morgue, todo debía quedar tal cual y la puerta cerrada y sellada.
Al bajar al jardín, Holmes me oyó estornudar varias veces más, y sin perder por un momento su concentración sobre el caso que ya ocupaba su cabeza, pidió a Watson que aquella misma tarde me llevara a la tienda del señor McDonald, para que me diera algún remedio para mis estornudos.
Una vez en la calle, dejé de estornudar.
―¿Se ha dado cuenta Watson?
―¿El qué, Holmes?
―Nora ha dejado de estornudar.
―Vaya, es verdad, ha debido ser algo pasajero.
Cuando Holmes entraba en un caso, y él deseaba hacerlo a todas horas, y cuanto más difícil mejor para él, seguía unas pautas de conducta muy singulares. En primer lugar cogía su Stradivarius y comenzaba a tocar, preferentemente música alemana, que según él era más introspectiva y le ayudaba a reflexionar. Diríase que aquella música reorganizaba sus neuronas, las disponía para el trabajo deductivo, las despertaba del letargo. Para Sherlock, todo lo que no fuera pensar, era letargo, así que para que su mente no se relajara, cuando no tenía ningún caso que resolver, consumía cocaína en una solución al 7%. Watson le reprendía por ello de vez en cuando, como médico, pero no deseaba entrometerse en la libertad de su compañero y amigo.
Una vez que la gimnasia musical había alineado al batallón de sus neuronas, Holmes se sentaba en su sillón de mimbre favorito, o paseaba por la habitación, totalmente abstraído, metido en lo más profundo de su cerebro, acompañado tan solo por el humo de su calabash. De su boca salían espirales de humo que enredaban sus pensamientos, uniéndose con otras espirales y otros pensamientos, como si en su cabeza formara una cadena  uniendo unas ideas con otras tal si fueran eslabones.
Horas podía estar así, hasta el punto de que mis necesidades eran cubiertas por el gentil Watson, que viendo a su amigo en trance y olvidado del resto del mundo, se preocupaba de mí llevándome a la calle para hacer mis necesidades.
Cuando volvimos, una hora después, encontramos a Holmes enfrascado en un viejo libro de botánica.
―¿Tiene la botánica algo que ver con el caso, Holmes? ―inquirió Watson.
―Tiene, si como yo creo, la señorita Olsen murió envenenada.
―Eso no quiere decir que la asesinaran… Pudo haber comido algo…
―¿Algo que la envenenó a ella sola? Pudo ser. Entonces podría haber sido la cocinera, o cualquier otra persona de la casa. Pero me inclino por algo más… sutil. Y sobre todo, algo más intencionado, algo que le apuntaba a ella, y a nadie más.
―Luego… asesinato.
―Veremos mañana si lo confirma el forense.
El forense lo confirmó, desde luego, a las once de la mañana, en casa de los Dreyfus. Envenenamiento por Arsenio. Por lo visto se encontró gran cantidad de él en la sangre, los pulmones, el estómago… El inspector, sorprendido, miraba a Holmes como diciendo… usted tenía razón, pero Holmes ya no daba importancia a aquella parte de la investigación y su mente se adelantaba a los sucesos.
―Bien, es necesario que ahora interroguemos a la servidumbre.
Uno tras otro, todos los miembros del servicio pasaron por la habitación donde el inspector y Holmes les preguntaron sobre mil y un aspectos de la vida de la casa. De todo ello, sacaron como resumen que el jardinero estaba enamorado de la señorita Olsen, pero que ella era algo frívola, porque no solo no le correspondía sino que  gustaba provocarle celos flirteando con cuantos hombres entraban en la casa: panaderos, lecheros, carniceros, pescaderos…
―E ahí pues un motivo, el clásico motivo: los celos. Para mí, el caso está claro, señor Holmes. El jardinero usó el veneno que emplea como insecticida para matar a la señorita Olsen. Tenía motivos, tenía veneno, tenía ocasión…
―Si inspector. Hay muchas pruebas que nos llevan a él. Tal vez demasiadas. No creo que nuestro jardinero sea un hombre tan tonto. Todo el mundo sabe que sólo él maneja esos venenos en la casa, merced a su trabajo en ella. Una muerte con tal producto le lleva directamente a él. No me parece probable que un hombre, supuesta mente asesina, conduzca hacia su persona, tan claramente, las sospechas de asesinato. Si quisiera matarla, y si no le importara descubrirse, podría haber cogido un cuchillo, y haberlo hecho de una vez. Pero le recuerdo a usted que la señorita Olsen ha muerto por acumulación de Arsenio en sus vías respiratorias. La acumulación, señor inspector, es un proceso largo. Desde ese punto de vista, la persona que ha envenenado a nuestra ama de llaves no desea que se le inculpe, y con toda razón ha escondido su obra en el tiempo evitando así ser reconocido. No, no es el desgraciado jardinero quien le produjo la muerte.
―Pudo haberse envenenado ella misma, pues.
―No es viable, porque ningún otro miembro de la mansión acusa síntomas parecidos. La vida de la señorita Olsen era similar en todo a los demás. Uso de las dependencias, comidas…
―¿Pero entonces… el señor Dreyfus?
―Ah, todo es posible, inspector. Necesitamos madurar un poco más esta situación. Y ahora, con su permiso, voy a recorrer la casa para reflexionar sobre el asunto.
Holmes recorrió la casa entera y al fin salió al jardín. Era la primera vez que Holmes miraba aquella magnífica exposición vegetal con los ojos del sabueso que busca pistas. Watson y yo lo advertimos sin grandes esfuerzos porque Holmes pasó junto a nosotros sin ni siquiera mirarnos. Estaba en lo suyo.
El jardín era desde luego una obra maestra de tratamiento floral. No solo las hortensias eran enormes, sino que los árboles y arbustos, las flores sencillas y las más solicitadas por su color y aroma, estaban tan hábilmente distribuidas y cuidadas que formaban ambientes agradables y dispares. Un camino recorría el jardín haciendo del paseo un agradable encuentro con armonías diferentes. Aquí y allá un pequeño lago con peces de colores, una romántica fuente cuyo constante fluir adormilaba los sentidos con su monótono surtidor,  un puente de madera a la sombra de unos sauces, el fresco verdor de la hierba...
Watson y yo seguíamos los pasos de Holmes unos metros más atrás, hipnotizados por su figura alta, su concentración y su silencio. De pronto Holmes divisó una construcción toda ella acristalada, en cuyo interior veíanse formidables helechos y otras plantas. Watson se acercó a Holmes y le susurró, sin despertarle de su ensimismamiento: Es el invernadero del señor Dreyfus.
Cuando Holmes abrió el invernadero quedó asombrado por la belleza y exuberancia de las plantas. Los helechos eran enormes y por lo visto formaban una colección particular del señor Dreyfus, al cual encantaban estas plantas milenarias.
―¿Le gustas mis helechos, señor Holmes?
La voz del señor Dreyfus despertó a Holmes de su ensimismamiento. Estaba tras de él, y cuando giró su rostro nos encontró a Dreyfus a Watson y a mí en la misma puerta. El señor Dreyfus entró pasando la mano por entre los frondes de los helechos situados a ambos lados del camino central. Eran tan grandes y altos que no tenía que agacharse para tocarlos.
―Es un capricho mío. Me las traen de todas partes de América e incluso de África. Me gustan estas plantas antiguas, tan verdes, tan exuberantes… ¿Sabía que en algunos fósiles se encuentran huellas de helechos de hace cientos de miles de años?
―Son realmente fantásticos. Ya veo que tiene usted una instalación muy profesional.
―Oh, si, Mortimer, el jardinero, tiene buena mano y mejor cabeza para ello, aunque de mis helechos me encargo yo más que él. Como verá hay termómetros, higrómetros, riego por imitación de lluvia, regulación de luz, de aire… Es mi capricho, mi distracción. Mi mujer tenía el jardín, yo tengo mi invernadero.
―¡Chorft! ¡Chofrt! ―dije yo, de nuevo.
―Vaya, Watson, creo que Nora vuelve con sus estornudos. Sáquela usted a la calle, por favor, a ver si se calma.
Salimos de allí, y como mano de santo dejé de estornudar.
Aquella tarde, en casa, ante el reparador té y galletas de la señora Hudson, Holmes y Watson hablaban sobre el caso.
―Si como dice el forense, la señorita Olsen murió envenenada por arsénico, y usted opina que ha sido una larga exposición a tal veneno ¿cómo piensa usted que fue posible tal cosa sin que ella se diera cuenta?  ―preguntó intrigado Watson.
Holmes dejó la taza de té sobre la mesa, cogió una de las galletas que había preparado la señora Hudson, hizo una pausa para masticar y luego dijo, abstrayéndose:
―Mi querido Watson, el arsénico, que seguramente sin saberlo tomaba la señorita Olsen, puede proceder de varios lugares. Pero teniendo en cuenta que ha sido una larga exposición, son descartables la mayoría de ellos. No es factible que la señorita Olsen manipulara veneno para ratas, eso es cosa de Mortimer. Y si lo hizo sería alguna vez. Tampoco es posible, por la misma razón, que manipulara insecticida para las plantas.
―Todo conduce pues a Mortimer.
―Sí, tiene usted razón, y como le decía al inspector, es demasiado evidente. Pero lo que extraña del caso, y eso le aparta de Mortimer, es que haya sido una exposición prolongada hasta el punto de dañarle la piel, sin que ella se diera cuenta. Creo que mañana voy a tener una charla con el señor Dreyfus. Usted quédese con Nora en el jardín.

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