domingo, 7 de abril de 2013

NORA, HOLMES Y WATSON EN EL CASO DEL SEÑOR DREYFUS




PARTE 1



Soy muy feliz en casa de Holmes y Watson. Me miman a cual más, me sacan a pasear, me compran juguetes, y tengo una preciosa cama, muy calentita, junto a la chimenea. Los juguetes me los compra Watson, que atento a mi salud psíquica, procura que tenga algo que hacer y con lo que entretenerme. Sospecho que también lo hace para que, estando ocupada, ellos puedan continuar con su vida normal sin alterarla para nada. Mi juguete preferido es una pipa de madera, igual a la de Holmes, que Watson encargó a un viejo carpintero y que hizo con una madera muy dura. Todo fue porque yo, imprudentemente pero a conciencia, le quité la pipa a Holmes en un par de ocasiones.  A veces a los humanos hay que ponerles las cosas claras para que te hagan caso. Watson, que es más sensato que Holmes, propuso la idea del cambiazo. Yo ya sé que no es la misma, no soy una perrita tonta, pero tengo mi juguete, que es lo que quería y con él en la boca juego a ser el metódico y conspicuo Sherlock Holmes. A veces, con la pipa en la boca, destrozo algún periódico viejo, que también me gustan para jugar, seguramente por costumbre adquirida en la tienda y entonces, viéndome en tan minuciosa tarea, que absorbe todos mis sentidos, Holmes le dice a Watson: mírela, parece que está resolviendo un concienzudo caso. Y ambos me miran y sonríen complacidos. Me gusta regalarles estos ratos.
La señora Hudson, nuestra casera, está encantada con este par de inquilinos discretos y caballerosos a los que además, suele hacer galletas. A Holmes le encantan esas galletas. A mí me hace unas especiales con formas de letras. Ella está empeñada en enseñarme a leer. Llega con sus galletas y dice: Nora, hoy vas leer las letras de tu nombre. Entonces las extiende en el suelo y señalándomelas dice: esta es la N, esta la O, esta la R y esta la A. Repite: N O R A. Yo doy un pequeño ladrido y ella se da por satisfecha, riendo y acariciándome mientras yo me doy el banquete. A ella como a los demás, le hace mucha gracia; claro que yo no sé leer; a lo mejor podría aprender, pero no quiero que se me note porque de lo contrario se me acabaría esta maravillosa vida de perros que llevo ahora. ¿Ustedes me ven como directora de un banco? ¿Cómo jefa de un departamento comercial? No compensan esas responsabilidades. Mi vida así, tal cual, es estupenda.
Mi relación con este pequeño grupo de personas, a los que considero mi familia, comenzó una mañana gris y lluviosa. Yo estaba en el escaparate de la tienda del Señor McDonald, “La Mascota Feliz”, distraída viendo como corrían las gotas de agua por los cristales. Detrás de aquella transparente pared veía la gente con sus paraguas, embozados en capas e impermeables, caminando presurosas aquí y allá, evitando los numerosos charcos, donde invariablemente metían ruedas y patas los relucientes coches de caballos y las gentes se apartaban presurosas para no ser manchadas. Daba pena ver a los caballos, tan fuertes y magníficos, mojarse bajo la lluvia pero son tan nobles que se comportan como si no les afectara nada. Desde mi privilegiado observatorio se les veía a todos impecables, con aquellas ropas, aquellas faldas largas las señoras, aquellos sombreros y capas los caballeros.  Mi distracción servía para mitigar la ya larga espera a que alguien viniese a la tienda y me llevase con él a su casa, como su mascota. Mi familia. La familia de una cachorrita Sharpei, que así soy yo. Menos mal que en el escaparate se estaba muy bien. Cerca de mí había una estufa y de ella me llegaba el suave calorcillo de su carbón encendido. Mi suelo estaba cubierto de serrín y papel, así que siempre estaba seca. Y junto a mí, estaba siempre el bebedero con agua limpia que el señor MCDonald se encargaba de renovar a menudo, tal vez porque si venía alguien a verme no me viera en condiciones de suciedad. Bueno, todo estaba bien pero realmente no era un día para comprar cachorritos.
De pronto mi distracción se vio entorpecida por un gran bulto oscuro, que se interpuso entre mí y el espectáculo de la calle con la lluvia y las gentes. Me sorprendió tanto que puse cara de confusión. Mis orejitas se tensaron, torcí la cabeza varias veces a un lado y a otro y… aquella cosa grande y oscura avanzó hacia el cristal. Y le vi. Fue la primera vez. Descubrí su rostro anguloso, aquella nariz aguileña, aquellos ojos claros, vivos e inteligentes… Me sonrió y yo le sonreí. ¿Qué cómo sonríe una perrita? Está claro, queridos lectores, moviendo la cola. La moví, y moví todo mi cuerpo en una clara invitación. Sin hablar le dije, soy tuya, llévame a tu casa.
Luego le vi entrar. Era un hombre muy alto y delgado, de tez pálida, con una capa gris que a su vez llevaba una sobrecapa cubriendo los hombros y parte de la espalda. También llevaba un gorro de cazador de gamos aparentemente del mismo color que la capa. En la mano un bastón. Todo él pulcro y distinguido sin llegar a ostentación alguna. Mi cuerpo temblaba de emoción. ¿Sería verdad? ¿Habría llegado mi hora? Aquel hombre saludó al señor McDonald y estuvo charlando con él un rato. Yo estaba impaciente. Pero… ¿me vas a llevar… o qué?
Me deshice en muestras de cariño, en lametones y gruñiditos de placer cuando el señor McDonald, metió sus manos en el escaparate, me sacó y… me puso en brazos de Holmes… Desde ese día, en aquel instante, supe que ahora sí, ya tenía dueño. Me sentí tan feliz que me deshice en lametones a sus manos blancas, aquellas manos que me acariciaban por primera vez. Eran manos largas, de dedos finos, de piel sedosa, manos hábiles, de uñas impecables… Todo él, así me lo pareció a mí, olía a distinción, a seguridad en sí mismo, a bienestar, a protección, a bondad y confianza.
Fue la primera vez en mi vida que sentí el agradable momento en que alguien te coloca un collar con aquel tacto, aquella delicadeza, aquella bondadosa manera de trasladarte en cada detalle, en cada movimiento de sus manos, la idea de que no quiere hacerte mal, que te lo pone por tu ―mí― propia seguridad.  Como soy una perrita, el Señor Holmes se dejó aconsejar por el señor McDonald y me puso un collar de color malva, muy llamativo y femenino. Pero mirándome luego con detenimiento, lo rechazó y él mismo encontró un lindo collar de color marrón, con dibujitos naranjas y amarillos, muy alegre. El señor Holmes no era muy partidario de resaltar mi feminidad.
Watson quedó sorprendido por mi compra. Supuso que era una extravagancia más de Holmes.  Y la señora Hudson, en principio, no me puso buena cara. Bien, era un trabajo que tenía que hacer, ganarme el respeto y cariño de aquellas personas.
Nuestros días transcurrían con la placidez que había añorado tantas veces. Por fin era real. Paseos por el parque, dejarme admirar por otros perritos…, caminar junto a mi dueño con toda dignidad, volver a casa con periódicos brazo el brazo ―ellos, claro―, sentarse en el sillón, encender la pipa… Mi natural silencioso contribuía a la paz acostumbrada, a no romper la dulce monotonía de aquella pareja de amigos tan singular.
La pipa me fascinó desde el principio. Fumar en pipa es todo un arte, un arte de caballeros. Holmes piensa, deduce mejor, cuando pierde su imaginación entre las volutas del humo de su pipa. Holmes hace sus propias mezclas, y tiene una para cada momento del día. A mí, la que más me gusta es una que tiene un perfume a hierba del bosque. Entonces cierro los ojos y, mientras aspiro, me puedo trasladar imaginariamente a un prado, donde me veo correr feliz persiguiendo mariposas.
Tiene varias pipas, todas muy bonitas, pero la pipa grande, esa curva, la emplea solo en casa. Es una Calabash. Sí, una calabaza rematada por un anillo de espuma de mar. Las semillas de la calabaza se introducen en unos moldes que tienen esa misma forma. La calabaza al crecer adopta la forma del molde. Usa otra recta, como Watson, de raíz de brezo, una pipa ya vieja para cuando tiene que salir. Los productos los compran en una gran tienda especializada para fumadores: Thomson & Thomson. No solo venden tabaco y pipas, sino otros productos de exquisita presencia y elevada distinción. De aquí me compró Holmes mi mantita de cuadros escoceses, con la que me cubre en los fríos y sobre todo húmedos inviernos de Londres.
Bien, ya les tengo a ustedes más o menos situados en mi vida con Holmes y Watson. Ahora les voy a contar el caso de la mansión Dreyfus.

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