domingo, 7 de abril de 2013

NORA: CONSUMO, LUEGO EXISTO



        
En las mañanas soleadas de esta primavera, a menudo maravillosas, paseábamos cerca de las calas. Para nosotros, sin duda, es lo mejor de este paisaje costero. Las rocas, con sus formas caprichosas y sus colores, con esos arcos de mar que se meten en la tierra como pequeñas lenguas que lamen la orilla rocosa, unas veces entre acantilados y otras en recoletas  playas pedregosas dan a este paisaje una magia especial. Tal vez suceda eso porque nosotros hemos conocido este mundo cuando era prácticamente virgen y nos empeñamos en seguir viéndole el alma a estos  parajes singulares. Luego descubrimos que las calas no tenían alma, que era la nuestra la que andaba en ellas, gozándolas. Íbamos a las calas a encontrarnos con nosotros mismos. Las calas las hemos caminado todas, las hemos olido, inspeccionado,  visto… Hemos encontrado en cada una de ellas preciosos tesoros que enriquecían la imaginación infantil. Cristales redondos de todos los colores, desgastados por frotamiento causado por las olas y las piedras; pequeñas orejas de mar con que hacer medallas marineras; conchas de caracoles extraños, corchos con los que construir barquitos y ruedas para bañarse atadas a la cintura, exóticas garrafas de vinos lejanos, maderas llenas de percebes, restos de barcos, de redes de pescadores…
―En aquellos tiempos, Nora, no teníamos nada, pero lo teníamos todo. Los niños teníamos sobre todo el gran don de la imaginación, y jugar con  cualquier cosa que la fantasía transformaba en un precioso sable, una certera escopeta, un barquito de vela estaba al alcance de cualquier niño. Y era gratis. Imagínate ahora, Nora, a los chicos, pegados todo el día al móvil, a la consola, la tableta, el ordenador y los mil juguetes electrónicos, todos ellos tan sofisticados, perfectos y maravillosos, que no hay que inventar nada, no hay que crear nada. Pero sí que absorben todo tu potencial creador y lo duermen, o destruyen…
―Menos mal que Dios no tenía una videoconsola ―dice Nora―, porque su imaginación se habría visto empobrecida y no le habría hecho falta crear el mundo.
―Jajaja. Es cierto. Quizá Dios se aburría solo en su inmensidad y quiso hacer algo y “alguienes” con los que compartir. Crear, Nora, dices bien. Esa es la palabra. ¿Cómo puede nadie dormir cada día sin haber creado nada? Estamos hechos para la creación Nora. Sin duda Dios en la Gran Creación, pero nosotros en la pequeña.  Qué sería de nosotros sin los creadores, esos humanos imaginativos que un día inventaron la lavadora, por ejemplo, ese invento maravilloso cuyo creador debería tener un monumento pero que no lo veo por ninguna parte.
―Ahora, a pesar de la crisis, hay más cosas que nunca. No sé ―se explica Nora― si todo eso vale para algo, pero desde luego tiene atareados a muchas personas. Cada día salen aparatos nuevos.  Los aparatos electrónicos están diseñados para que duren un par de años, y luego simplemente quedan obsoletos, porque han salido muchos nuevos, con nuevas tecnologías capaces de hacer no sé cuantas cosas más…  
―Claro, Nora. Y a ver quién es el guapo que se queda detrás, anclado con su móvil de ladrillo en la oreja, cuando hay otros que hacen de todo, menos hacerte la comida. Así que hemos descubierto que una de las formas más sibilinas de esclavitud es esta necesidad que nos crean de estar siempre comprando la última novedad de lo que sea.  No nos dan descanso. Es un vicio, una necesidad artificial. Ya no somos felices si no disponemos de la última tecnología.  Si no la tenemos nos sentimos desgraciados, apartados de la sociedad, marginados,  y por nuestra mente no corre más que la idea de llegar a esa cosa para sentirnos felices… como los demás.  No quedarnos detrás. Avanzamos todos como esos bueyes que arrastran un pesado carro unidos por el yugo. Aquí el yugo que nos une es la necesidad de consumir, y eso hace que tiremos del carro de la vida, repleto de cachivaches.  Es una vida fatua, de puertas para afuera.
―Consumo, luego existo.
―Eso es, Nora. Dices bien. El consumo por el consumo. Además, nosotros somos los que fabricamos, consumimos, compramos, producimos todos los cachivaches, y nuestra prosperidad pasa porque se vendan, porque se compren. La vida ya no es solo ese carro del que hablábamos, además es que sin ese carro la vida sería incluso peor, porque no podemos ya prescindir de él. Hemos caído en una fenomenal trampa y no podemos más que seguir adelante. Yo fabrico, yo consumo, yo fabrico, yo consumo…  Si fabrico más, estoy obligado a consumir más. Etc. Y así vivo. Luego si quiero seguir viviendo… tengo que seguir fabricando y consumiendo al mismo tiempo. Ese es el dilema de las clases medias, Nora, sobre cuyas espaldas recae la grave responsabilidad de mantener este tinglado que a la vez que le da la vida, le da…
―¿La muerte?
―No sé si la muerte, pero si estamos en un callejón sin salida.
―A eso se le llama estar cogidos por los…
―Cotiledones.
―La única salida que veo yo ―dice Nora― es la aparición de un nuevo humano, más puesto en las verdades auténticas, más acorde con la condición humana más elevada. El arte, la amistad, el amor, la creación, las relaciones entre personas… Veo que cada vez los humanos sabéis más de las cosas y menos de vosotros mismos. Os estáis olvidando de vosotros.  Vosotros sois vuestra primera ignorancia. Desapareció la búsqueda de la verdadera felicidad del hombre y se encontró una finalidad más sencilla: la búsqueda de la felicidad poseyendo cosas. Vosotros no sois máquinas. Lo vuestro es otra cosa. ¿Por qué no os rebeláis? No os podéis relacionar con el mundo a través de la simple posesión de las cosas… Recuerda lo que decía Aristóteles: “el alma es aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos”…
―No sigas Nora. Nadie te va a escuchar. El ser humano ha desaparecido clasificado en clases, como se clasifican las hojas de las plantas por sus bordes. El hombre es hoy un simple orden taxonómico. Las clases medias han desaparecido y en su lugar no hay más que espaldas mojadas sobre las que cargar el enorme peso de la volubilidad.
El maestro Aristóteles, que te gusta tanto, también decía… “Somos lo que hacemos día a día. De modo que la excelencia no es un acto sino un hábito.” Y el hábito lo perdimos Nora, sepultado en un mar de cachivaches.
Nos quedamos en silencio, mirando ambos el horizonte del mar, siempre tan grande, tan extraordinario, tan azul, siempre allá lejos, muy lejos… Da gusto perder la vista en el horizonte. Es como vaciarse de todo lo malo y convertirse en un nuevo propósito.
―Hay que unirse al horizonte Nora, es la única forma de escapar.

                                                FIN

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