Nora intentó venir a mí, como cada mañana al despertarse,
dispuesta a darme los buenos días con los lametones de rigor, pero enredó las
patas traseras en los cables del ordenador, mezclado con los aún presentes de
la difunta impresora, más los cables del teléfono, más los cables del flexo,
más los cables de los cargadores del móvil, más los cables del disco duro externo, más los cables de la
televisión, más los cables de otra lámpara de pie, más los de otro segundo flexo,
más los de la radio, más los de…
Enredada como mosca en tela de araña, incapaz de salir de
allí y de entender por qué demonios los humanos estamos rodeados de cables, de
tantos cables, se debatía la pobre levantando las patas, unas y otras a ver si
la suerte le desenredaba pero conseguía todo lo contrario. Lo que en principio
me causaba risa, poco a poco, viendo el sufrimiento de la perra, me produjo
inquietud. La pobre me miraba con esa carita de pena que pone a veces, cuando
espera que yo sea la solución a sus problemas. Los cables parecían tener vida
propia. El lío fue tan grande que tuve que tomar parte en el asunto, y comenzar
a desliar por un lado intentando saber de donde era cada cable. Eso sí,
acordándome de las madres de los cables en cuestión.
Cogía un cable, que partía de un sitio, y lo seguía con la
mano deslizándola por él hasta que al llegar a un cruce de cuarenta cables, era
incapaz de encontrar donde seguía el que tenia de origen. Y vuelta a lo mismo,
pero con otro cable. Tal vez si encontrara uno fácil… Todo es cuestión de
paciencia, de ir uno por uno. Roma no se hizo en un día, así que un lío era
solo cuestión de paciencia.
Y entre taco y taco, los pu…os cables y esas cosas, me
recordaba aquello mis días de pescador, cuando en una barca parada, a merced
del sube y baja de las olas, estuve intentando deshacer un enredo de hilos de
pescar. El resultado fue que el estómago primero, y la cabeza después
comenzaron también un sube y baja, un revoltijo de tripas y un mareo de tres
pares de nísperos seguidos de una vomitona. El lio quedó allí, pues la persona
que iba conmigo acudió en mi ayuda con una tijera, cortó el hilo y así pude deshacerme
de él pues ya el enredo me comía hasta la cabeza.
Pero esto no se puede hacer con los cables eléctricos. Está
claro. Así que estaba en esas otra vez pero con la única arma de la paciencia.
Y como si tuvieran vida propia no la dejaban salir. Ella,
que solo quería llegar hasta mi para darme los buenos días. Pobre victima de
sus sentimientos.
Intenté desenchufar todos los cables. Todos, dejando todo
apagado, para poder tocar los cables sin miedo a romper nada o a que me dieran
un calambrazo. Durante un rato estuve deshaciendo líos, lazos, nudos, pasando
por delante y por detrás, ahora por aquí, y este lo saco por allá, y este otro
lo vuelvo atrás, y este lo saco por delante, y ahora… ¡Al fin!... ¡Uno libre!
Hasta Nora movió el rabo viendo que aquello, aunque lento,
iba desenredándose. Así estuvimos largos minutos, volviendo y revolviendo,
siguiendo caminos confusos que nos hacían volver atrás una y otra vez.
La impaciente paciencia, unida al azar nos llevó a
desenredar otro. Y así cada vez que uno salía del enredo lo celebrábamos con un
alborozado grito de euforia y un taco contra los malditos cables.
Nora pudo salir al fin, y vino a mí, mansurrona, lamiéndome
las manos hasta dejármelas todas mojadas y chorreantes.
Luego, cada vez que pasaba por el montón de cables, los
rodeaba, temerosa de volver a caer en la trampa de aquella viuda negra que
semejaba el nudo de cables.
Pasó la tarde y llegó la noche. La cama nos acogió en santa
bendición de paz y cerré los ojos cuando ya Nora roncaba.
Al rato sentí un roce en mi escaso pelo, como una ráfaga de
aire que de pronto te hace
estremecer el cabello. Supuse que habíamos dejado la ventana abierta y asomé
los ojos pesadamente por encima del nórdico para mirar la ventana. Y de pronto,
sobre mi frente, un latigazo. Dioses,
qué dolor. Creí que algo me había caído encima. Pero ¿el qué? Sobre mí no hay
nada ―me dije. ¿El techo tal vez? Asomé los ojos aterrorizado, mirando el
techo, no vi nada anormal, así que intenté sacar más la cabeza para descubrir
qué diantres estaba ocurriendo allí. Y de pronto, junto a mi oreja, ¡zas! Otro terrible
latigazo.
Joder, esto ya es algo más que raro. Está claro que allí había
alguien que me hacía estas cosas. Pero lo extraño es que Nora no lo
descubriera. Comencé pues a inquietarme,
y nervioso, retador, intentado coger el toro por los cuernos y enfrentarme a lo
que fuera, saqué el rostro completamente fuera, en un arrebato de coraje.
Cuando dos poderosos latigazos, uno en cada parte de la cara me la cruzó con
gran dolor. Me oculté bajo el edredón, quejándome del daño.
Estaba “acongojadito”, ya saben. Era evidente que alguien había
allí, y tal vez no uno, sino dos. Y de pronto, cuando estaba metido dentro del
grueso edredón, con la cara dolorosamente cruzada por aquellos latigazos, voló
el edredón por los aires cogido por unos extraños seres, largos y negros, como…
como… como ¡cables eléctricos!
Parecían culebras, horribles, delgadas, flexibles serpientes
negras que enredaban las esquinas del edredón y lo levantaban. Y nada más
levantarlo cayeron sobre mí, a latigazo limpio. Yo intentaba cubrirme la cara
con las manos, pero incluso las manos dolían ante los latigazos, y luego todo
el cuerpo.
Huyendo desesperado de aquello, me levanté y corrí al
salón, todo agitado, nervioso, asustado, sin comprender nada. No tuve tiempo de
ver a Nora. No decía ni hacía nada. ¿Estaría muerta? ¿La habrían matado ellos?
Otra lluvia de latigazos cayó sobre mí, golpeándome por
todas partes, y eran tan dolorosos que en cada uno de ellos aullaba como una
bestia. Y aunque me tapara la cara y la cabeza me llovían por todas partes. La flagelación
duró unos instantes inacabables, en los que yo, a trancas y barrancas, entre
ayes y restallidos de látigos logré zafarme
de ellos; corrí al aseo cercano y me escondí dentro, cerrando la puerta. Me vi
en el espejo. Estaba blanco, asustado, y sudaba. La cara la tenía llena de
surcos rojos, ensangrentados, y sobre el cuerpo, a pesar del pijama, se veían
igualmente regueros de sangre y moratones. Me dolía todo y temblaba de miedo.
Si mis ojos no daban crédito a lo que veían, mi cerebro era
incapaz de entender nada. Y esa incapacidad de comprender era lo que más horror
me producía en aquella ya de por sí aterradora situación.
Al momento oí golpes en la puerta del aseo. Los latigazos
sobre la puerta eran tan furibundos que comprendí que la situación se ponía
cada vez más peligrosa para mi vida. Comprendí que estaba atrapado y que
estaban intentando romper la puerta a trallazos, para luego romperme a mí de la
misma manera.
Angustiado miré por todas partes. Ya no intentaba
comprender, sino huir. El ruido de los golpes era ensordecedor. Miré la
ventana, y aunque la altura no era aconsejable me dije a mi mismo que más valía
romperse algo que morir desollado a latigazos. Más cuando mis manos comenzaban
a subir la persiana restallaron las varillas de plástico bajo fortísimos
latigazos. Estaban también allí. Estaba rodeado.
Ahora sí, mi cabeza, ante una muerte segura intentaba, ya
que no había escapatoria, encontrar una explicación, pero no la había, nada de
aquello tenía lógica.
Comencé a escuchar ruido extraños por el interior de los
sanitarios. El lavado hervía en su interior, la taza del váter… Me dije a mi
mismo que era imposible, que no podía ser cierto, que no era una realidad. Pero
cuando la tapadera del váter se levantó de golpe, con una furia increíble, como
si fuese desplazada por la furia de un puñetazo y se rompió, y salieron por el
váter multitud de aquellos largos y negros látigos, que comenzaron a fustigarme
por todas partes… vi el final. La cara me estallaba en cada uno de los golpes,
y el espejo, en la huida de una mirada lo encontré salpicado de sangre. Y el
suelo, y las paredes…
Supe que iba a morir. En la puerta sonaban los latigazos cada
vez más fuertes, y cuando se abrió a base de golpes fortísimos, uno de aquellos
látigos negros se enredó en mi cuello. Yo intenté zafarme de él, pero a cada movimiento
de defensa una lluvia de latigazos caía sobre todo mi cuerpo, y no tenia manos
para defenderme, y las fuerzsa me abandonaban y la voluntad se me iba por
momentos…
Grité, grité, grité ¡¡Socorroooooo…!!
En la desesperación logré abrir los ojos, llenos de sangre…
Y me encontré a Nora, encima de mí, dándome besos en la cara, en las manos…
Mi corazón, a punto del infarto, mi cuerpo enfebrecido, el
sudor recorriendo todo mi cuerpo, la respiración agitada…
Miré a mi alrededor, aún confuso, y no había nada. Un
sueño, una pesadilla. Nora, asustada al oír mis gritos y convulsiones se había
despertado y me ofrecía la paz y el sosiego de su cariño, que fue lo que me
devolvió a la vida.
Cables, cables, cables… Cada aparato lleva uno o varios, y
cada vez tenemos más y más… Quién sabe si algún día tendremos la “Rebelión de
los cables”.
FIN
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